JUEVES, 21 DE NOV

Hace 230 años nacía Juan Manuel de Rosas

El caudillo federal que llegó a hegemonizar a la Confederación Argentina, nació el 30 de marzo de 1793, en Buenos Aires y murió el 14 de marzo de 1877, en Southampton, Inglaterra. Su influencia sobre la historia argentina fue tan grande que quedó marcada en la política nacional.

 

En enero de 1831, Rosas y Estanislao López impulsaron el Pacto Federal entre Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos. Este ―que sería uno de los «pactos preexistentes» mencionados en el Preámbulo de la Constitución de la Nación Argentina― tenía como objetivo poner un freno a la expansión del unitarismo encarnado en el general Paz. Corrientes se adheriría más tarde al Pacto, porque el diputado correntino Pedro Ferré intentó convencer a Rosas de nacionalizar los ingresos de la aduana de Buenos Aires e imponer protecciones aduaneras a la industria local. En este punto, Rosas sería tan inflexible como sus antecesores unitarios: la fuente principal de la riqueza y del poder de Buenos Aires provenía de la aduana.

Un 30 de marzo de 1793 Don León Ortiz de Rozas quiso que un sacerdote de su regimiento bautizara a su hijo recién nacido con el nombre de Juan Manuel José Domingo. “Será católico y militar», le aseguró con firmeza al capellán. Sería el bautismo de fuego de Don Juan Manuel de Rosas el ataque del enemigo inglés, las invasiones inglesas.

“El día de la Fiesta de San Juan del año 1806, que coincidía con el cumpleaños de la virreyna, los vecinos empingorotados de la muy leal villa, se habían congregado al anochecer, después de las oraciones, en la Casa de Comedias, ubicada enfrente de la Merced, para ver la función de gala que allí se representaba, con asistencia del Excelentísimo Señor Marqués de Sobremonte, de su familia, y de su séquito. Se estrenaba en las tablas “El sí de las niñas”.

El virrey-cuya preocupación era el cuidado de un rebaño de alpacas y vicuñas que embarcaría a Francia, por encargo del príncipe de La Paz, para “Madama” Josefina, esposa de Napoleón-, se había burlado en su tertulia de tal escuadra:”¡son contrabandistas y pescadores!”, decía a sus tertulianos y se recordaba el episodio ocurrido meses antes, que causó tanta impresión a la ciudad como si hubiese aparecido un cometa; aquel bergantín que se presentó de improviso frente a la costa y apresó a una rica fragata portuguesa, mientras el señor marqués rodeado de sus edecanes observaba el horizonte con un catalejo, encaramado sobre la cureña del cañón del muelle, y tranquilizaba al público afirmando que ese barco no era enemigo de guerra, sino corsario contrabandista.

A media función, el virrey, después de conversar con un oficial que entró de improviso en el palco, se retira precipitadamente del teatro. Se difunde, entonces, la terrible nueva: una escuadra inglesa había sido avistada esa tarde, desde la reducción de los Quilmes, y preparaba un desembarco para conquistar la ciudad.

Convocatoria de las milicias, toques de generala, ir y venir de patrullas, concentración de caballerías de la Plaza Mayor, cañones empantanados y arrastrados por bueyes, confusión de militares y de paisanos diseminados sin concierto desde el Retiro hasta el Puente de Gálvez, fogatas encendidas en todas las alturas de la costa y un numeroso conjunto de jinetes que aparecían de todos los rumbos, demostraban la unánime alarma. Entretanto, el virrey Sobremonte con su familia y escolta huían hacia el Norte.

Bajo una lluvia persistente y copiosa, el ejército inglés avanzó el día 26 de junio hasta el Riachuelo, y a la tarde, serenado el tiempo, los invasores pudieron contemplar “las altas torres de Buenos Aires, a distancia de una legua, grandioso objetivo de nuestras esperanzas”, al decir de uno de los oficiales. Escaramuzas y tiroteos en la mañana del día siguiente, intimación de que se rinda la plaza, y entrada de los fáciles conquistadores a la ciudad, en espacio de formación de columna, “mientras torrentes de lluvia caían y vientos penetrantes soplaban”.

La población, tan súbitamente conquistada, acogió con aparente cordialidad a los nuevos amos: se abrieron amablemente las salas para recibir a los jefes y oficiales ingleses “que se paseaban de bracete por las calles con los Marcos, los Escaladas y Sarrateas”, las autoridades juraron fidelidad al general Beresford.

En la costa, desde los Olivos al Norte, multitud de jinetes esperaba la expedición reconquistadora mandada por Liniers, cuya flotilla venía de la Colonia y desembarcó en las Conchas. “A la nueva de su feliz arribo, se electrizaron los ánimos y a pesar de la lluvia continúa.

La tempestad, que arreciaba, obligó a la columna de Liniers a acampar durante tres días en San Isidro. Allí acudieron a incorporarse centenares de voluntarios, entre lo que se distinguían grupos de jóvenes, hijos de familias pudientes.

Entre los muchachos más chicos que se presentaron alineados y se alistaron en su ejército, iba con varios de sus camaradas, el niño de 13 años Juan Manuel Ortiz de Rosas. Liniers, que era muy amigo de Don León y de Doña Agustina, le destinó a servir un cañón, con la misión de conducir cartuchos.

A esos niños entre los que figuraba Juan Manuel, se refería el Cabildo de Buenos Aires, al dar cuenta al Rey de la reconquista de la ciudad, acaecida el 12de agosto de1806, en los siguientes términos: ”hubieron niños de 8 y 10 años ocurrir al auxilio de nuestra artillería y asidos de los cañones hacerlos volar hasta presentarse con ellos en medio de los fuegos; desgarrar más de una vez la misma ropa que los cubría, para prestar lo necesario al pronto fuego del cañón.

Al día siguiente de la victoriosa reconquista-el 13 de agosto de 1806-Liniers llamó a Juan Manuel, le felicitó por su conducta y le dio una carta para Doña Agustina en la que, refiriéndose a aquel niño, le decía que se había portado con “una bravura digna de la causa que defendía”.

Juan Manuel, que entraba en la pubertad y que acababa de recibir, manejando un cañón, el bautismo de fuego y de sangre en la reconquista de su ciudad natal, sentó plaza de soldado en el cuarto escuadrón de caballería, llamado de los “Migueletes” que mandaba el porteño Don Alejo Castex.

Se vistió ufano, con el uniforme punzó de ese cuerpo-color que sería para siempre de sus predilecciones-, y combatió con denuedo en la cruenta defensa de Buenos Aires contra la segunda invasión de los británicos.

La capitulación y la retirada de Whitelocke, y el glorioso triunfo argentino, que fue cantado por los poetas, exaltó con júbilo indescriptible al pueblo alborotado.

Juan Manuel volvió a su casa, de la que poco antes saliera adolescente, convertido en guerrero.

Siempre es bueno recordar… hoy en tiempos de fragmentación social que lleva una fuerte crisis de representatividad, en tiempos donde administran los burócratas fríos que buscan excusas de correlación de fuerzas para no actuar, en estos tiempos de fuerte descreimiento a la política, recordemos a los patriotas que surgieron de esta patria, de esta tierra, de este pueblo, que se enfrentaron al imperialismo hasta entregar su propia vida. Todos los países pasan por tiempos de decadencia política, de falta de líderes o estadistas, vivimos y transcurrimos uno de ellos, “el apagón histórico”, como para pedirle prestado el concepto al Lic. Roberto Surra, ¿Cuánto más durará? no lo sabemos, sólo nos queda afianzar la conciencia nacional y recordando es una de esas maneras que tenemos para mantener encendidas las brasas hasta que vuelva a arder la hoguera.

Fuente: libro de Carlos Ibarguren, “Juan Manuel de Rosas. Su vida, su drama y su tiempo” (1930).

 

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