JUEVES, 07 DE NOV

José de San Martín: el «padre de la patria» y un camino hacia la libertad

Nacido en Yapeyú, Corrientes, en 1778, se había ido a Europa, junto a su familia, siendo un niño. En España sirvió al Ejército y, según algunas versiones, fue iniciado en la masonería en 1808, en Cádiz. Su deseo latente era volver a su tierra de origen y colaborar en su independencia. En ese proceso, y demostrando a la vez pragmatismo e integridad, cambiaría él y cambiaría la historia. El José que llegó no es el José que se fue, desilusionado pero gigante, algunos años después.

 

«El más grande de los héroes, el más virtuoso de los hombres públicos, el más desinteresado patriota, el más humilde en su grandeza, y a quien el Perú, Chile y las Provincias Argentinas le deben su vida y su ser político», expresó alguna vez el autor peruano Mariano Felipe Paz Soldán.

Es que José de San Martín ejerció el liderazgo en la guerra por la liberación de la Argentina, Chile y Perú y, como parte de esa extenuante campaña, además de su contribución a la emancipación americana que completó Simón Bolívar, también dejó aportes trascendentes para entender la historia argentina y el proceso independentista en el que pretendió colaborar y ¡vaya si lo hizo!

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Desde que llegó en 1812, San Martin hizo camino al andar, mientras descubría a su pueblo, descubriéndose a sí mismo. La figura de San Martín como «Padre de la Patria» está directamente ligada a la identidad nacional, al ser nacional. El sacrificio por el otro, la austeridad, la preparación metódica, la disciplina de la mente y del cuerpo en pos de conseguir objetivos colectivos, son todos valores que hablan de su figura.

José de San Martín -nacido en Yapeyú, Corrientes, en 1778- se había ido a Europa, junto a su familia, siendo un niño. En España sirvió al Ejército y, según algunas versiones, fue iniciado en la masonería en 1808, en Cádiz. Su deseo latente era volver a su tierra de origen y colaborar en su independencia. En ese proceso, y demostrando a la vez pragmatismo e integridad, cambiaría él y cambiaría la historia. El José que llegó no es el José que se fue, desilusionado pero gigante, algunos años después.

La enorme virtud de San Martín fue comprender rápidamente, casi al llegar, la lógica de los acontecimientos. Y dejar que su parecer pudiera ir moldeándose en base a estos y las necesidades del pueblo, sin tratar de adaptar la realidad americana a la europea, cuando era absolutamente distinta. Contrario a lo esperable, iría alejándose, como demuestran sus acciones y relaciones, de esa vanguardia iluminista que representaría la principal defensa de los intereses foráneos, especialmente franceses e ingleses, en la región.

El primer hecho público en el que se ve la mano del Libertador es el Golpe de Estado que tumbó al primer triunvirato, dominado por Rivadavia, y que tuvo por objetivo reencauzar el rumbo de la revolución.

Luego sería enviado a reemplazar a Belgrano como comandante del Ejército del Norte. Con este trabaría amistad evidenciada por cartas, en las que quedaba claro que compartían una visión común respecto a la indisolubilidad del concepto de independencia con el de unidad hispanoamericana, y la importancia del eje Lima – Buenos Aires. San Martín admiraba de Belgrano su valor para ponerse al frente de un Ejército siendo un completo ignorante, al momento de hacerlo, del arte militar, en la que él era experto.

Ya sea porque notó que de alguna manera habían querido sacarlo del juego político capitalino al enviarlo a combatir a la frontera o por las razones de salud que esgrimió, al tiempo recaló en Mendoza, donde sería gobernador y formaría, de la nada, un ejército de cinco mil hombres. Los entreguistas porteños, esperanzados con que en la zona cuyana el hombre finalmente descansaría de su idealismo libertario, se topaban ahora con que sus planes eran aún mayores. Cruzar a Chile y ganar esa tierra y ese pueblo a la causa independentista. En lo que fue una gesta inconmensurable, el cruce de la cordillera de Los Andes, se cifra una de las instancias más gloriosas de nuestra historia. Tamaña heroicidad, al día de hoy se reconoce más en otros lados que en Argentina.

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En condiciones peor que adversas, San Martín y sus hombres liberaron Chile y allí el General daría prueba cabal de su visión: ante el llamado de Buenos Aires para que vinieran a combatir al caudillo oriental José Gervasio de Artigas, se negó a participar de guerras civiles. Contrariamente se carteó afectuosamente con el caudillo del litoral, lo mismo que con el santafesino Estanislao López.

El proyecto de San Martín era llegar hasta el Alto Perú y sumar también esas provincias. Allí residía el mayor foco de resistencia española. Esos años se consumirían entre el asedio portugués a la Banda Oriental, defendida principalmente por Artigas y los litoraleños ante la apatía porteña, y también con batallas en el Norte, fuerzas que San Martín había encomendado a Güemes y que permitiría un ataque doble que aseguraría la victoria.

Pero lo cierto es que en el Alto Perú el pueblo no estaba convencido de que la independencia fuera lo que necesitaban, algo que San Martín entendió de inmediato. Debía negociar, puesto que con las fuerzas que tenía, al tener oposición férrea de la población, no alcanzaría.

Es una reducción, con la complejidad de los sucesos, situar toda la historia epocal en el antagonismo San Martín – Rivadavia, pero la mezquindad política de uno y la grandeza de otro, no obstante sus errores y aciertos puntuales, reflejan de algún modo la síntesis de lo que fue el siglo XIX en el sur americano. Entre la acción de este último y el ostracismo al que se confinaría el Libertador hay una relación de causa a efecto.

Agosto de 1850

En algún lugar “cerca de París”, el Libertador General don José de San Martín daba su último suspiro, paradójicamente, lejos de su patria. Se había trasladado para descansar del escarnio que le producían las guerras facciosas que impidieron -junto con los intereses extranjeros que buscaban el rédito propio- la consagración del verdadero destino de las Provincias Unidas del Sur de América.

Recién aproximadamente 30 años después, en 1880, mientras se consolidaba aquí la fragmentación y el soporte de las ideas del iluminismo hispanófobo, los restos del prócer serían traídos al país (puntualmente a Mendoza) para su divino reposo, al lugar donde él gobernó -formando un ejército que escribiría páginas gloriosas- y a donde había querido regresar sin éxito en 1828 para concluir sus días en su chacra, “separado de todo lo que sea cargo público y si es posible de la sociedad de los hombres”, según le escribió al chileno O’Higgins. Ni eso pudo.

Ya muerto, ahora sí podría ser celebrado y retratado -con tergiversaciones maniqueas- por parte de una dirigencia política y militar que él mismo consideraba “felones”, peor que traidores a la causa del ser nacional, y que por otra parte era una identidad mucho mayor a lo que hoy delimita nuestras fronteras.

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