Adiós a Abelardo Castillo, uno de los más grandes escritores argentinos
Eximio cuentista y dramaturgo, maestro de escritores y dueño de un sólido compromiso con la realidad y la política. Sus memorables cuentos constituyen uno de los màs grandes disfrutes de las letras de nuestros país.
- Espectáculos
- May 2, 2017
Abelardo Castillo, uno de los escritores más relevantes de la literatura argentina del siglo XX, que abordó todos los géneros literarios y dejó la huella de su compromiso social y político en revistas como El escarabajo de oro, El ornitorrinco y El grillo de papel, murió anoche a los 82 años de una infección postoperatoria en la Ciudad de Buenos Aires, donde había nacido en 1935.
Maestro de escritores y eximio cuentista (digno sucesor de la dinastía de apellidos Arlt, Borges y Cortázar), pero también autor de novelas como «El que tiene sed» y «Crónica de un iniciado» y de obras de teatro como «Israfel», fue un autor fundamental de la segunda mitad del siglo XX, que consideraba que el escritor es ante todo «un inmoderado por naturaleza, un rebelde».
Castillo nació en Buenos Aires el 27 de marzo de 1935, pero a los 11 años se trasladó con su familia a la ciudad bonaerense de San Pedro, que para él fue su «lugar afectivo» y donde vivió hasta los diecisiete años. En 1952 regresó a Buenos Aires.
Castillo descubrió en San Pedro y muy tempranamente su vocación de escritor, y de hecho obtuvo reconocimientos tempranos, al obtener por ejemplo a los 24 años el primer premio del concurso de la revista «Vea y Lea», cuyos jurados fueron Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Manuel Peyrou.
La crueldad, el desafío, la competencia, la traición, la culpa típicas de la adolescencia son marcas recurrentes en sus cuentos, que comenzó a escribir en 1961 y reunió bajo los títulos «Las otras puertas», «Cuentos crueles», «Las panteras y el templo» y «El espejo que tiembla», entre otros.
En sus historias, los personajes transitan por arrabales, casas, boliches, cuarteles, las calles de la ciudad o de pequeños pueblos de provincia, donde llegan, por lo general, a situaciones límite, y muchas veces parecen concurrir a una cita para dirimir un pleito con su propio destino.
«Siempre me han subyugado los tipos extremos, hablando estrictamente de la literatura. Pienso que a través de un personaje extremo, de una situación límite, uno encuentra una gran libertad para expresar lo que no piensa. Haciendo hablar a un tipo de personaje límite incluso se puede decir hasta lo que no se piensa, aquello que está en contra de las propias ideas», dijo Castillo en una entrevista.
Otro tópico que aparecerá tanto en su obra de teatro «Israfel» (basada en la biografía de Edgar Allan Poe, uno de sus autores fetiche) como en el cuento «El cruce del Aqueronte», y sobre todo en la novela «El que tiene sed», será el alcoholismo, una adicción que lo aquejó muchos años de su vida y de la cual logró recuperarse.
«Durante años tomé mucho y en forma bastante consecuente como para saber, desde mí, que es el alcoholismo como locura o como impulso de muerte. Hace ocho o nueve años que no tomo una gota, pero he tomado en cantidad suficiente como para ahogar una ciudad más o menos del tamaño de San Pedro», confesó en un reportaje.
La fatalidad de los sucesos que aborda su literatura hace recordar a Borges, otras de sus devociones, de quien toma a veces cierta entonación criolla y distante. En algunos cuentos, largos períodos apenas puntuados por la coma, aluden a la violencia, al vértigo de las imágenes, al vivir en tensión.
Tan decisivas para Castillo como las obras del autor de «Ficciones» resultaron también las producciones de Poe, Marcel Schwob, Fiodor Dostoievski, Malcom Lowry, Roberto Arlt, León Tolstoi, Henry Miller y Jean Paul-Sartre.
Castillo sintió también una gran admiración por Leopoldo Marechal. «Fue uno de los hombres que más quise, de una bondad extraordinaria», llegó a manifestar en una de sus últimas entrevistas.
El escritor además esparció su talento por la dramaturgia, un género que le deparó múltiples reconocimientos: en 1964, a sus 29 años, la obra de teatro «Israfel» recibió el Primer Premio Internacional de Autores Dramáticos Latinoamericanos Contemporáneos del Institute International du Theatre, UNESCO, París. Ese mismo año, por la pieza «El otro Judas» obtuvo el Primer Premio en el Festival de Teatro de Nancy, Francia.
Su sólido compromiso con la realidad y la política, característico de la generación del 60, de la que fue uno de los nombres centrales, lo llevó a crear junto a otros escritores las revistas literarias El grillo de papel (1959-1960) que fue prohibida en 1960 por el gobierno de Arturo Frondizi; El Escarabajo de Oro (1961-1974), considerada por la crítica especializada como la más prestigiosa publicación literaria de la década; y El Ornitorrinco (1977-1986).
Esta última revista, que publicó junto a Liliana Heker y Sylvia Iparraguirre -quien fue su esposa y lo acompañó hasta sus últimos días- fue considerada una de las publicaciones más importantes de la resistencia cultural contra la dictadura militar instaurada el 24 de marzo de 1976.
Castillo fue un amante de deportes como el boxeo, el remo, el ping pong, el ajedrez (que practicó casi como un maestro), el tenis; y de la música de los franceses Albert Roussel y Claude Debussy, aunque escuchaba igualmente jazz y rock.
«Como terapia me quedo con el ajedrez: el ajedrez es el juego más hermoso y desalienante que existe. Borra el mundo, es una purificación. La literatura no», dijo en una entrevista.
También fue un atento lector de la filosofía occidental, sobre todo de la obra de autores como Sartre, Schopenhauer y Nietzsche, que lo forjaron en sus convicciones y en el desarrollo de una moral y una ética personal que era legendaria en el circulo literario: hasta sus detractores reconocían en él a un ser humano incorruptible y un intelectual comprometido con el bien común.
Castillo dictó durante los últimos cuarenta años, siempre en el living de su casa, el que tal vez fuera el más importante taller literario de los muchos que se dictan en Buenos Aires. De un oído extraordinario, una generosidad sin límites escondida detrás de una imagen severa, y una cultura de las más vastas que un escritor pueda tener, por su taller han pasado generaciones de cuentistas, y ha sido admirado y querido como un maestro por autores como Juan Forn, Rodrigo Fresán, Gonzalo Garcés, Pablo Ramos y Samanta Schweblin, entre muchísimos otros. Sus máximas sobre el cuento fueron recogidas en un libro de una pedagogía exquisita llamado «Ser escritor».
En el primer volumen de sus «Diarios», obra que publicó en junio de 2014, el escritor narró sesgada y literariamente hechos de su vida ocurridos desde 1954 a 1991, como la temprana decisión de convertirse en escritor.
En esas páginas, Castillo vuelca circunstancias de su vida cotidiana, pero sobre todo pensamientos, comentarios de lecturas literarias y filosóficas, preocupaciones políticas, y las ideas y textos iniciales que luego se convertirían en cuentos, novelas obras de teatro; así como sus encuentros con Borges y Cortázar.
En ese volumen también alude a los hechos que marcaron su vida, aquellos que significaron «un antes y un después»: la separación de sus padres; la decisión de regresar a vivir en Buenos Aires desde San Pedro; y la elección de la literatura como parte de su «destino» entre los 22 y 24 años. El segundo volumen de sus diarios aparecerá este año.
A fines de 2016 Castillo publicó «Del mundo que conocimos», una selección personal de sus cuentos que funciona como una suerte de mapa íntimo que abre con el ya clásico «La madre de Ernesto»y contiene textos como «Las otras puertas», «Patrón», «Los ritos» y «Las panteras y el templo».
Entre muchísimos premios, Castillo recibió en 1986 el Premio Municipal de Literatura por «El que tiene sed», en 1993 el Premio Nacional de Literatura por el conjunto de su obra, y en 1994 el Premio Konex de Platino. En 2007 fue galardonado con el Premio Casa de las Américas de Narrativa José María Arguedas por «El espejo que tiembla».
Su obra fue traducida a 14 idiomas, entre ellos el inglés, francés, italiano, alemán, ruso y polaco.