Don Ata, el gran poeta de la tierra
Por Rubén Alejandro Fraga
- Info general
- May 23, 2017
Por Rubén Alejandro Fraga
“La música es una de las cosas que puede salvar al mundo, porque un hombre que busca y encuentra y se solaza horas y días y años y años luz, a través de generaciones, con la belleza, ¿qué otra cosa puede querer que un mundo mejor? La frase es de don Atahualpa Yupanqui, legendaria figura del folclore nacional, de cuya muerte se cumplen hoy 25 años.
Hijo de un indio de sangre quechua y una vasca española, Héctor Roberto Chavero Aramburo vino al mundo el lluvioso viernes 31 de enero de 1908 en Campo de la Cruz, un paraje cercano a Pergamino, ciudad de la provincia de Buenos Aires donde fue registrado su nacimiento.
Los primeros años de su infancia los pasó en Agustín Roca, pueblo de su provincia natal, pero gran parte de su niñez fue un peregrinaje constante debido a que su padre, oriundo de la ciudad santiagueña de Loreto, era empleado ferroviario.
Este movimiento marcaría su vida adulta, sobre todo su pasión por la libertad del gaucho que recorre a caballo grandes extensiones en soledad, algo que él mismo probaría en carne propia como baqueano y, más tarde, como músico de los caminos.
De los paisajes que conoció el pequeño Héctor el que más lo marcó fue sin dudas el de Tucumán. Allí, luego de un breve y fracasado intento con el violín, recibió sus primeras clases de guitarra clásica de la mano del maestro Bautista Almirón, quien le inculcó la técnica y lo introdujo en el mundo de Bach, Beethoven, Schubert, Liszt, Schumann. De ese modo quedó marcado a fuego su destino y su vocación, ya que la guitarra será un amor constante a lo largo de toda su vida.
“Muchas mañanas, la guitarra de Bautista Almirón llenaba la casa y los rosales del patio con los preludios de Fernando Sor, de Costes, con las acuarelas prodigiosas de Albeniz, Granados, con Tárrega, maestro de maestros, con las transcripciones de Pujol. Toda la literatura guitarrística pasaba por la oscura guitarra del maestro Almirón, como derramando bendiciones sobre el mundo nuevo de un muchacho del campo, que penetraba en un continente encantado, sintiendo que esa música, en su corazón, se tornaba tan sagrada que igualaba en virtud al cantar solitario de los gauchos”, recordaría el artista.
Los paisanos, sus maestros
Pero el joven se nutrió además de cientos de maestros: fueron los paisanos con los que se cruzaba en los caminos quienes lo acercaron a los géneros populares –la zamba, la vidala, la baguala, la chacarera, la milonga– que cultivaría durante toda su vida. Y también de ellos aprendió esa suerte de filosofar popular que impregnó su poesía y forma de obrar a través de los años.
En su libro de 1965 El canto del viento, rememoró: “Mientras a lo largo de los campos se extendía la sombra del crepúsculo, las guitarras de la pampa comenzaban su antigua brujería, tejiendo una red de emociones y recuerdos con asuntos inolvidables. Eran estilos de serenos compases, de un claro y nostálgico discurso, en el que cabían todas las palabras que inspirara la llanura infinita, su trebolar, su monte, el solitario ombú, el galope de los potros, las cosas del amor ausente. Eran milongas pausadas, en el tono de do mayor o mi menor, modos utilizados por los paisanos para decir las cosas objetivas, para narrar con tono lírico los sucesos de la pampa. El canto era la única voz en la penumbra. Así, en infinitas tardes, fui penetrando en el canto de la llanura, gracias a esos paisanos. Ellos fueron mis maestros. Ellos, y luego multitud de paisanos que la vida me fue arrimando con el tiempo. Cada cual tenía «su» estilo. Cada cual expresaba, tocando o cantando, los asuntos que la pampa le dictaba”.
El que viene de lejos
A los 13 años el hijo del ferroviario comenzó a utilizar el nombre Atahualpa, que en lengua inca significa “el que viene desde lejos” y, además, era el nombre del último soberano de dicho imperio, que murió a manos de los conquistadores españoles. En la adolescencia, cuando comenzó a publicar sus primeros versos, se agregó el Yupanqui que en quechua quiere decir “narrar” o “contar”.
Así su nombre, de fuerte significación etimológica e histórica, termina construyendo una expresión que lo describe a la perfección: “el que viene desde lejanas tierras a contar algo”.
La muerte de su padre, ocurrida cuando él tenía 15 años, lo obligó a tener que salir a mantener su hogar. Mientras ejercía los oficios más diversos –empleado de un estudio jurídico, jornalero, proyector itinerante de cine, periodista– comenzó a publicar sus primeros versos. En ese entonces la familia ya había dejado Tucumán para instalarse en la localidad bonaerense de Junín.
En 1923 Yupanqui llegó por primera vez a la Capital Federal gracias a un periodista amigo que medió para que, el 14 de septiembre de ese año, tocara junto a un grupo de cantores en la transmisión radial especial que organizó el diario Crítica de “la pelea del siglo” por el título mundial de los pesos completos de box entre el campeón Jack Dempsey y el retador argentino Luis Ángel Firpo, que se disputó el estadio Polo Ground de Nueva York.
Yrigoyenista y rebelde
Diez años después, en 1932, Yupanqui participó en Entre Ríos de un levantamiento popular contra el gobierno militar que había derrocado al caudillo radical Hipólito Yrigoyen el 6 de septiembre de 1930. El alzamiento fracasó, y para salvar su vida el cantor debió exilarse en Uruguay hasta 1934. Allí conoció al poeta Romildo Risso, con quien compondría clásicos como “El aromo” y “Los ejes de mi carreta” –este último alcanzó gran popularidad en los años 40 gracias a la versión tanguera que hicieron su amigo Aníbal Troilo y el cantor Edmundo Rivero–.
En 1931 Atahualpa se casó con su prima María Martínez, con quien tuvo tres hijos: Alma Alicia, Atahualpa Roberto y Lila Amancay. Eran tiempos duros y la familia vivía de pensión en pensión y sumando deudas. Hasta que en diciembre de 1937 Yupanqui se separó de su mujer.
En 1942 conoció en Tucumán a la pianista franco-canadiense Paule Pepin Fitzpatrick, más conocida como Nenette, quien fue su compañera de toda la vida y madre de su cuarto hijo, Roberto Héctor, alias el Kolla. Más allá de lo afectivo, constituyeron una sociedad artística –en la que Nenette firmaba como Pablo del Cerro– que dejó grandes temas como “Chacarera de las piedras” y “Guitarra, dímelo tú”. En 1962 se casaron en México –ya que en la Argentina aún no existía la ley de divorcio– y recién después de 33 años juntos, en 1979, fueron legalmente esposos en la Argentina.
El payador perseguido
En 1945 Yupanqui se afilió al Partido Comunista (PC), en un acto compartido junto a otros intelectuales en el mítico estadio porteño Luna Park.
Por entonces, el artista sufrió las consecuencias de estar ideológicamente enfrentado al gobierno constitucional del general Juan Domingo Perón: se le prohibió tocar, grabar y publicar, y también se impidió que su música fuera grabada por otros intérpretes. Por ser opositor a Perón también estuvo preso durante nueve meses sin proceso ni condena.
En otra ocasión, un oficial de policía le tiró en la comisaría una máquina de escribir sobre la mano derecha –seguramente no sabía que Yupanqui era zurdo–. Esa herida le dejaría ciertas secuelas que con el correr de los años afectarían su forma de tocar la guitarra.
También se cuenta que sus manos fueron gravemente dañadas a culatazos por un grupo militar de extrema derecha. Las “Coplas del payador perseguido”, serían, al parecer, una respuesta a dicha agresión: “y aunque me quiten la vida/ o engrillen mi libertad/ y aunque chamusquen quizá/ mi guitarra en los fogones/ han de vivir mis canciones en l’alma de los demás”. Esta canción estuvo prohibida en algunos países, como, por ejemplo, en la España franquista.
Su último exilio
Finalmente, en 1950, Atahualpa Yupanqui emprendió su segundo exilio. Esta vez, ayudado por el PC marchó rumbo a Europa del Este para realizar una gira. Cuando concluyó sus conciertos por las naciones del bloque socialista, se estableció en París, donde triunfó promovido por el poeta Paul Eluard y la cantante Edith Piaf, el Gorrión de París.
Desde entonces, viajó frecuentemente entre la capital francesa, la Argentina y diversos países del mundo por donde paseó su arte y difundió el folclore nacional.
Como cantor, poeta, músico y escritor, Yupanqui siempre tuvo un particular interés y sensibilidad para retratar a aquellos que él gustaba llamar “los anónimos”, los marginados, los olvidados.
“Los anónimos para mí son gente sagrada. Son los que aciertan con el meollo, con el caracú de las honduras populares en cuanto a sentimientos, en cuanto a manejar elementos tan sencillos y universales como el amor, el dolor, la vida, la muerte, la esperanza, el llanto, la sonrisa”, escribió una vez.
A partir de la edición en los años 50 de “Minero soy” –su debut discográfico en Francia– a lo que sumó el fervor político de los años 60 y 70, Yupanqui fue enrolado en las filas de los cantores de protesta, aunque él siempre odió la arbitrariedad de esa etiqueta e incluso en 1953 rompió relaciones con el PC.
Entre las aproximadamente 350 canciones de su autoría registradas oficialmente, pueden citarse: “La alabanza”, “La añera”, “El arriero”, “Basta ya”, “Cachilo dormido”, “Camino del indio”, “Coplas del payador perseguido”, “Los ejes de mi carreta”, “Los hermanos”, “Indiecito dormido”, “Le tengo rabia al silencio”, “Luna tucumana”, “Milonga del solitario”, “Piedra y camino”, “El poeta”, “Preguntitas sobre Dios”, “Sin caballo y en Montiel”, “Tú que puedes, vuélvete”, “Viene clareando” y “Zamba del grillo”, entre muchas otras.
Sus composiciones han sido cantadas por reconocidos intérpretes, como Mercedes Sosa, Los Chalchaleros, Horacio Guarany, Jorge Cafrune, Alfredo Zitarrosa, José Larralde, Víctor Jara, Ángel Parra y Marie Laforêt, entre muchos otros, y siguen formando parte del repertorio de innumerables artistas, en la Argentina y en distintas partes del mundo.
Don Atahualpa murió a los 84 años de edad, la noche del sábado 23 de mayo de 1992, en una habitación de hotel de la ciudad francesa de Nimes, después de haber pedido un vaso de leche como último gesto antes de ir a dormir.
Sus restos están sepultados en su casa del Cerro Colorado, en el norte de Córdoba, el paisaje donde solía dar reposo a sus peregrinajes por el país y el mundo.
El Arriero
En las arenas bailan los remolinos,
el sol juega en el brillo del pedregal,
y prendido a la magia de los caminos,
el arriero va, el arriero va.
Es bandera de niebla su poncho al viento,
lo saludan las flautas del pajonal,
y animando la tropa por esos cerros,
el arriero va, el arriero va.
Las penas y las vaquitas
se van por la misma senda.
Las penas y las vaquitas
se van por la misma senda.
Las penas son de nosotros,
las vaquitas son ajenas.
Las penas son de nosotros,
las vaquitas son ajenas.
Un degüello de soles muestra la tarde,
se han dormido las luces del pedregal,
y animando la tropa, dale que dale,
el arriero va, el arriero va.
Amalaya la noche traiga un recuerdo
que haga menos pesada la soledad.
Como sombra en la sombra por esos cerros,
el arriero va, el arriero va.
Las penas y las vaquitas
se van por la misma senda.
Las penas y las vaquitas
se van por la misma senda.
Las penas son de nosotros,
las vaquitas son ajenas.
Las penas son de nosotros,
las vaquitas son ajenas.
Y prendido a la magia de los caminos,
el arriero va, el arriero va.
Preguntitas sobre Dios
Un día yo pregunté:
¿Abuelo, dónde está Dios?
Mi abuelo se puso triste,
y nada me respondió.
Mi abuelo murió en los campos,
sin rezo ni confesión.
Y lo enterraron los indios
flauta de caña y tambor.
Al tiempo yo pregunté:
¿Padre, qué sabes de Dios?
Mi padre se puso serio
y nada me respondió.
Mi padre murió en la mina
sin doctor ni protección.
Color de sangre minera
tiene el oro del patrón!
Mi hermano vive en los montes
y no conoce una flor.
Sudor, malaria, serpientes,
es la vida del leñador.
Y que nadie le pregunte
si sabe dónde está Dios.
Por su casa no ha pasado
tan importante señor.
Yo canto por los caminos,
y cuando estoy en prisión
oigo las voces del pueblo
que canta mejor que yo.
Hay un asunto en la tierra
más importante que Dios.
Y es que nadie escupa sangre
pa’ que otro viva mejor.
¿Que Dios vela por los pobres?
Tal vez sí, y tal vez no.
Pero es seguro que almuerza
en la mesa del patrón.