VIERNES, 22 DE NOV

Diez años sin el Negro Fontanarrosa: la ciudad recuerda a uno de sus íconos

Se cumple la primera década desde el fallecimiento de una figura mítica de la cultura local y nacional. Conclusión hace un repaso de su historia con testimonios de familiares, amigos y artistas.

Texto: Guido Brunet – Entrevistas: Mario Luzuriaga

Amigos, un televisor, una comida, vino y un partido de fútbol, así imaginaba el cielo de los argentinos Roberto Fontanarrosa en uno de los cuentos publicados en el libro “Uno nunca sabe”. Esos elementos, sin duda, son los que lo han caracterizado a lo largo de su vida y los que lo han convertido en uno de los artistas más representativos de la cultura local y nacional.

Fontanarrosa nació el 26 de noviembre de 1944. Su madre, de nombre Rosa (como la vidente que creara años después Roberto), era ama de casa. Y su padre era vendedor de seguros y supo jugar al básquet defendiendo los colores de la selección argentina.

De chico probó suerte en las inferiores del club de sus amores, y descubrió que no contaba con la fortuna de la habilidad para jugar a la pelota. “Me dijeron que me iban a llamar, pero nunca me pidieron el teléfono”, recordaba de forma risueña sobre su fallido paso por el rectángulo verde.

En la escuela nunca fue un alumno aplicado, pero sí un lector apasionado de libros y revistas. Es que no prestaba demasiada atención a lo que le enseñaban sus maestras. Sus intereses eran otros, mezclado con la literatura siempre estuvo el fútbol. Tan es así que no se dormía sin antes repetir de memoria las formaciones de todos los equipos de primera división de aquel momento.

En tercer año de la secundaria dijo basta, abandonó el colegio y se embarcó en sus estudios de dibujo la Escuela Panamericana de Arte, dirigida por los humoristas gráficos Hugo Pratt y Alberto Breccia.

Años después comenzó su carrera en una agencia de publicidad para luego mostrar su trabajo en la revista cordobesa Hortensia, donde nacieron dos de sus personajes más reconocidos: el gaucho Inodoro Pereyra siempre secundado por su mordaz perro Mendieta y Boogie el Aceitoso, un matón a sueldo odioso y despiadado.

Sus creaciones comenzaron a lograr popularidad, cuando en 1973 Fontanarrosa empezó a publicar su viñeta diaria en Clarín. Luego la revista Viva tomaría sus historietas cómicas.

Su esposa Gabriela Mahy relató a Conclusión: “He llorado de risa con las tiras de Roberto e Inodoro me enternece mucho. Me fascina la capacidad de síntesis que tenía, cómo se puede transmitir con un gesto lo que está pensando un perro por ejemplo”.

“Elegía cualquier cosa de la vida para hacer humor. Tomaba un detalle y con eso armaba otra cosa. Siempre viajaba con una libreta y anotaba palabras para utilizarlas en las tiras”, contó la mujer sobre el proceso creativo del artista. “Le daba satisfacción hacer reír a la gente. Era la función que él creía que tenía en la vida”, expresa Gabriela.

Los amigos en el bar

En la mítica mesa del centro de El Cairo aún se lo puede escuchar al Negro y a sus amigos contando historias. Centu, Lalo, Moreyra y el Zorro, entre otros, participan del encuentro. Su vida transcurría entre historias y anécdotas, pero siempre con un café de por medio, aunque más no sea una excusa para reunirse.

“Era un gran tipo y se merece todo el cariño que la gente le tiene”, manifiesta Ricardo Centurión, amigo del Negro en diálogo con Conclusión. El hombre es aquel que en el relato La Mesa de los Galanes contaba que, un día en el bar Moreyra “se calentó y entró en el baño a los gritos: ¡Fuera degenerados, que vienen criaturas acá!”.

Centurión habla sobre cómo influían las historias del grupo en la obra de Fontanarrosa, y coincidiendo con los dichos de Gabriela, dice: “En la mesa decíamos muchas pavadas, pero nadie aparte de él podía tomarlo como hacer una historia. Tomaba un elemento de la historia y lo demás se lo imaginaba, eran genialidades que hacía él”.

El nombre de Negro es sinónimo de amistad, sin embargo, la viuda detalla que “Roberto tenía miles de amigos, pero los amigos íntimos eran contados con el dedo de la mano. Era muy reservado, no podía abrirse y contar lo que sentía”. Aunque aclara que “conmigo era divertido y extrovertido”.

Su hermana Perla resalta la relación entre el autor y El Cairo: “Una parte del Negro está en ese lugar”. Y agrega: “Es triste que ya hayan pasado diez años. Si no hubiese sido por su enfermedad podría haber creado mucho más. Pero agradezco que también se le hicieron muchos homenajes en vida, que él los recibió y fue consciente”.

Fontanarrosa representa como pocos el ser rosarino. El bar, los amigos, su pasión por uno de los equipos de la ciudad. Él nunca se fue de Rosario, ¿para qué? Si aquí tenía a su familia, los galanes, los colores del alma, El Cairo y La Sede. Consultado sobre esa posibilidad irreal de irse a Buenos Aires, Roberto señaló: “A nosotros no nos quieren en ningún lado, no soportan nuestra superioridad”, dijo en una entrevista el Negro consultado, con la acidez y el humor de siempre.

Las palabras

No hay buenas ni malas, hay palabras, pensaba el Negro. Ese fue el eje de su recordado discurso en el cierre del III Congreso Internacional de la Lengua en el teatro El Círculo en 2004.

Alejado de los cafés y los amigos, ya en un ámbito académico, casi ceremonial, y rodeado de intelectuales, el Negro supo convertir esa situación en una charla distendida con el público. A pesar de que su mujer recuerda que “Roberto estaba nervioso a la hora de ser convocado al Congreso”.

“Puto el que lee esto”. Comenzaba así el cuento homónimo de “Usted no me lo va a creer”, adelantando su postura sobre el uso de las llamadas malas palabras, conceptos que luego reafirmó al mundo de habla hispana en el encuentro organizado por la Real Academia Española y el Instituto Cervantes.

“¿Quién las define como malas palabras? Tal vez sean como esos villanos de las películas que al principio eran buenos, pero que la sociedad los hizo malos. Quizás nosotros al marginarlas las hemos derivado en palabras malas?”, sentenció Fontanarrosa ante una sala colmada casi también como una referencia a las personas.

Su pluma era fina y popular. En sus textos literarios no faltaban el fútbol, los amigos, las mujeres, su ciudad, y sus libros mezclan la cruda realidad con la imposible fantasía. El humor, por supuesto, no escasea en sus escritura. “’Tudu’ pronunciaba en ese idioma en joda que ellos tienen”, se refería al portugués el Negro en el cuento “Cenizas”, en el que dos hinchas de Central se conocen en una playa de Brasil.

“Hay partidos que no podés perder, tenés que ganar o ganar. No hay tutía. Entonces si a mí me decían que tenía que matar a mi vieja, que había que hacer cagar al presidente Kennedy, me daba lo mismo, hermano. Hay partidos que no se pueden perder”, escribió en el cuento “19 de septiembre de 1971”, reflejando como pocos la pasión de los argentinos, y más que nada los rosarinos, por el fútbol.

“Su humor dependía de cómo terminaba el partido de Central”, describió su mujer el fanatismo por su equipo de toda la vida.

Fontanarrosa cuenta con una prolífica obra literaria que incluye varios libros de cuentos, entre los que se destacan “El mundo ha vivido equivocado”, “Nada del otro mundo”, “Los trenes matan a los autos”, “Uno nunca sabe”, “La mesa de los Galanes” y “Negar todo”. Y novelas como “Best Seller”, “El área 18” y “La gansada”.

Sus textos fueron adaptados a diversas expresiones artísticas. Ya que en teatro se realizó la obra de Indoro Pereyra y actualmente se presenta Negro y Rosa, con Arturo Bonin interpretando a Fontanarrosa. El actor manifestó a Conclusión que “el tributo implica una alegría, pero por otro lado asumir este personaje es un compromiso muy grande”.

Mientras que en televisión, Rodrigo Grande dirigió “Cuentos de Fontanarrosa”, donde se presentaron en la pantalla chica obras como “Viejo con árbol”, “Uno nunca sabe”, “El sordo” y “Asignatura pendiente”, entre otros.

El cine no le fue esquivo tampoco, ya que contribuyó con sus dibujos para la película “Fierro” y tres largometrajes se basaron en su obra: “Boogie, el aceitoso”, sobre su recordada caricatura; “Cuestión de Principios” del rosarino Rodrigo Grande y con el protagónico de Federico Luppi; y “Metegol”, de Juan José Campanella. Incluso realizó un cameo en la película “¿De quién es el portaligas?”, filmada en Rosario.

Además, con motivo de los diez años de la desaparición física del autor, el jueves 27 de julio se estrenará una película que reúne seis cuentos del Negro titulada “Fontanarrosa, lo que se dice un ídolo”. Sobre la producción, Luis Machín, uno de los protagonistas del film dijo a Conclusión: “Fue una responsabilidad componer personajes acordes a la circunstancia y a la altura de lo creado por Fontanarrosa”.

Con respecto al film, su viuda expresó que “a Roberto le hubiese gustado este homenaje, era muy humilde para aceptar los homenajes, pero internamente lo disfrutaba muchísimo”.

Gabriela Mahy destaca de Fontanarrosa que “era muy humilde y medido, cuando lo querían subir a un pedestal él se intentaba bajar diciendo que era uno más. Para mí eso es un signo de sabiduría. Los grandes realmente son humildes”.

En ese sentido, su hermana completa: “Aparte de lo artístico rescato que fue una gran persona, sensible, muy humana, de perfil bajo, que cualquiera podía tener acceso a él. Tenía un gran carisma, a pesar de ser un introvertido. Lo que más valoro es que haya sido lo que fue como persona”.

Centurión también hace hincapié en ese aspecto de su amigo: “Era una persona incapaz de hacer notar a los demás su parte artística e intelectual”. “Era un tipo común, pero no era como cualquiera”, ríe su compañero de tardes de cafés.

Para demostrar la veracidad de la opinión de sus seres queridos, el Negro decía que sus libros de cuentos “son como un cd con dos temas fuertes y los demás de relleno”.

Fontanarrosa murió el 19 de julio de 2007, víctima de una enfermedad que obligó a pasar sus días en silla de ruedas. La esclerosis lateral amiotrófica le impidió mover su cuerpo, pero no su cerebro. Por eso, siguió produciendo hasta el fin de su vida. Y fueron algunos amigos, como Quino, Caloi y Crist, quienes contribuyeron para dibujar sus viñetas durante los últimos meses.

Ahora, en el cielo, un balde de pintura de dos litros rebalsa de bollos de papel. Un tipo los tira intentando encestarlos como si se tratase de pelotas de basquet. El tarro empezó el día a un metro del escritorio, pero al pasar las horas se fue alejando. El trabajo también se transforma en un juego, y el artista se entretiene lanzando papeles al aire. Pero luego de varias horas de pensar, escribir y reescribir, finalmente logra dar con el remate de la historia. Aunque la última palabra siempre la tiene el perro: ¡Qué lo parió!

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