Che Guevara: una presencia inalterable colmada de amor
Todo el mundo conoce el temple de acero del guerrillero heroico, pero no todo fue trabajo y combate en la vida de Ernesto. ¿Puede un hombre de acero derrochar ternura para sus seres más queridos?
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- Oct 8, 2017
Su paso por este mundo fue demasiado fugaz, pero lo suficientemente intenso para dejar una huella imborrable en sus seres más cercanos como en el resto de los mortales. El guerrillero heroico, el revolucionario, hombre de acero, incorruptible y líder de la Revolución Cubana que se convirtió en símbolo de la rebelión del mundo, es humano. En las palabras de sus amores más puros e intensos, su esposa Aleida March, su hija Aleidita Guevara March que sólo tenía siete años cuando el Che fue asesinado en Bolivia, y su madre Celia de la Serna quien falleció cuando él estaba en su misión en El Congo.
Fueron pocos los años que tuvo para amar. Sin lugar a dudas el amor lo depositó en una mujer, Aleida, su ‘amor’, como lo expresaba en el comienzo de las cartas que le escribía a menudo cuando estaba lejos de Cuba. Algunos conocedores de la vida del Che dirán poéticamente que estaba enamorado de la revolución. Que el amor a la humanidad, era lo único que lo podía hacer resignar al amor por una mujer. Otros hablarán del amor a su madre, que fue una figura trascendental en la vida del Che. Para Guevara el amor supremo era la lucha revolucionaria y eso justificaba sus sacrificios personales. Estas convicciones hicieron que no pudiera disfrutar del amor con su pareja y poder ver crecer a sus hijos.
El Che era un poeta. Las cartas que escribía emocionan hasta las lágrimas. La ternura que transmitía en sus palabras dejaron huellas marcadas a fuego. Todas sus cartas dejaron enseñanzas pero sobre todo el inmenso amor que emanaba de su ser.
Así lo expresó en unos escritos que le envió a Aleida, su esposa, cuando estaba en El Congo y presagiaba que el reencuentro sería bastante lejano.
Amor: ha llegado el momento de enviarte un adiós que sabe a campo santo (a hojarasca, a algo lejano y en desuso, cuando menos). Quisiera hacerlo con esas cifras que no llegan al margen y suelen llamarse poesía, pero fracasé; tengo tantas cosas íntimas para tu oído que ya la palabra se hace carcelero, cuanto más esos algoritmos esquivos que se solazan en quebrar mi onda. No sirvo para el noble oficio de poeta. No es que no tenga cosas dulces. Si supieras las que hay arremolinadas en mi interior. ¡Pero es tan largo, ensortijado y estrecho el caracol que las contiene, que salen cansadas del viaje, malhumoradas, esquivas, y las más dulces son tan frágiles! Quedan trizadas en el trayecto, vibraciones dispersas, nada más. […] Carezco de conductor, tendría que desintegrarme para decírtelo de una vez. Utilicemos las palabras con un sentido cotidiano y fotografiemos el instante.
Se acabaron los cantos de sirena y los combates interiores; se levanta la cinta para mi última carrera. La velocidad será tanta que huirá todo grito. Se acabó el pasado; soy un futuro en camino. No me llames, no te oiría; sólo puedo rumiarte en los días de sol, bajo la renovada caricia de las balas […] Lanzaré una mirada en espiral, como la postrera vuelta del perro al descansar, y los tocaré con la vista, uno a uno y todos juntos. Si sientes algún día la violencia impositiva de una mirada, no te vuelvas, no rompas el conjuro, continúa colando mi café y dejáme vivirte para siempre en el perenne instante.”
Aleidita tenía solo 7 años cuando murió su padre. Era apenas una niña cuando escuchó de su madre aquellas letras en las que el Che se despedía de sus hijos con un triste “si alguna vez tienen que leer esta carta, será porque yo no esté entre ustedes”, y aunque son muy pocos los recuerdos que guarda en su memoria, los escritos, las historias ajenas y los relatos de su madre, la han ayudado a reconstruir al Ernesto Che Guevara padre, al hombre capaz de combinar en su justa dimensión la ternura familiar con sus responsabilidades como revolucionario.
Son muchos los recuerdos que viven en la memoria de la hija del Che, la mayoría impulsados por los relatos de terceras personas. Sin embargo hay uno que permanece intacto entre sus vivencias.
“Es una imagen que ha quedado en mi memoria y para mí es de las cosas más tiernas. Esta mi papá vestido de militar, y yo estoy mirándolo como de un perfil. Mi madre está de espaldas a mi papá y en su hombro está la cabecita de mi hermano más pequeño, Ernesto, que apenas tiene un mes de nacido. Él, con una mano grande, está tocando la cabecita del niño, pero lo hace de una manera muy especial… hay mucha ternura en esa escena. Yo tenía apenas cuatro años y medio, y recuerdo perfectamente lo que estoy diciendo. Mi papá quizás se estaba despidiendo, no lo sé, muchos años después yo supe que esos fueron los últimos momentos que estuvo con nosotros. Pueden haber sido muchas cosas, pero lo que sí es cierto es que muchos años después yo mantengo muy fresca esa imagen, y es la última que me queda de ellos dos juntos”.
Es sabido que entre el Che y su madre existía un vínculo muy fuerte, un amor incondicional y una complicidad extrema. El momento más duro para el Che fue la noticia de la muerte de su madre cuando él estaba en el Congo. Allí el desahogo para tanta angustia fueron unos apuntes de diez páginas dedicados a Celia, que tituló ‘La piedra’ a fines de mayo de 1965, aquí van algunos fragmentos:
Me lo dijo como se deben decir estas cosas a un hombre fuerte, a un responsable, y lo agradecí. No me mintió preocupación o dolor y traté de no mostrar ni lo uno ni lo otro. ¡Fue tan simple!
Además había que esperar la confirmación para estar oficialmente triste. Me pregunté si se podía llorar un poquito. No, no debía ser, porque el jefe es impersonal; no es que se le niegue el derecho a sentir, simplemente, no debe mostrar que siente lo de él; lo de sus soldados, tal vez.
Me imaginé a mi hijo grande y ella canosa, diciéndole, en tono de reproche: tu padre no hubiera hecho tal cosa, o tal otra. Sentí dentro de mí, hijo de mi padre yo, una rebeldía tremenda. Yo hijo no sabría si era verdad o no que yo padre no hubiera hecho tal o cual cosa mala, pero me sentiría vejado, traicionado por ese recuerdo de yo padre que me refregaran a cada instante por la cara. Mi hijo debía ser un hombre; nada más, mejor o peor, pero un hombre. Le agradecía a mi padre su cariño dulce y volandero sin ejemplos. ¿Y mi madre? La pobre vieja. Oficialmente no tenía derecho todavía, debía esperar la confirmación.
De veras, no sé. Solo sé que tengo una necesidad física de que aparezca mi madre y yo recline mi cabeza en su regazo magro y ella me diga: “mi viejo”, con una ternura seca y plena y sentir en el pelo su mano desmañada, acariciándome a saltos, como un muñeco de cuerda, como si la ternura le saliera por los ojos y la voz, porque los conductores rotos no la hacen llegar a las extremidades. Y las manos se estremecen y palpan más que acarician, pero la ternura resbala por fuera y las rodea y uno se siente tan bien, tan pequeñito y tan fuerte. No es necesario pedirle perdón; ella lo comprende todo; uno lo sabe cuando escucha ese “mi viejo”…