La apasionante historia de la Tregua de Navidad de 1914
Lo que ocurrió durante la Navidad 1914, en plena Primera Guerra mundial, es de esas cosas que nos reconcilia con el género humano. Que nos recuerda que estamos vivos, que no todo está escrito y menos aún perdido.
- Conclusion TV
- Dic 15, 2018
Recordar lo sucedido aquella navidad de 1914 en plena primera guerra mundial nos genera un lapso de felicidad. Pero visto los precedentes y lo que vendría a continuación, fue este episodio una inesperada flor de invierno, flor azul, que no podía durar.
Y realmente no duró, pero eso poco importa. Sabía bien Aristóteles que lo blanco no es más blanco por durar cien años o solamente un día. Ni tampoco la hermosura. Hoy este episodio de la historia es un hecho curioso, tan extraño e insólito que merece ser contado.
La escena nos lleva hasta las cercanías de Ypres, en Bélgica. Donde estaba transcurriendo parte de la Gran Guerra Mundial. Y es también para la mayoría de los historiadores el primer año del siglo XX. Una época dominada por la tecnología cuyo resultado final sería la muerte del hombre.
La Primera Guerra Mundial representa, la censura, el punto de inflexión. Nada volvería a ser lo mismo. Los hombres y mujeres no volverían a mirarse a los ojos de la misma manera.
Se declara la guerra entre las grandes potencias y las masas toman las calles alegres, en París, en Berlín, en Viena, en Zagreb, en Tokio, en Roma, donde sea. El invierno ya se habia puesto crudo. La guerra había encallado pronto en un enfrentamiento de trincheras. Todo el frente occidental era, en verdad, una larga cicatriz que desde el mar del Norte hasta el Mediterráneo separaba a los soldados enemigos apenas unos cuantos metros.
Muy pronto se genero el odio de unos contra otros, de un lado circulaban historias de la crueldad alemana, y del otro sobre los ingleses y franceses.
Pero el 24 de diciembre de 1914, en las inmediaciones de Ypres, los soldados ingleses no daban crédito cuando, del otro lado, oyeron que una voz se elevaba en medio de la noche. Luego otra, y otra. Un coro de voces cantando un villancico. La voz, lo que nos hace humanos. La música, lo que nos hace divinos.
Al mismo tiempo, esos mismos soldados ingleses, franceses, belgas, pudieron contemplar, perplejos, unas luces que iban apareciendo por las líneas del frente. ¡Eran abetos de navidad!
Cuando las voces alemanas callaron, del otro lado aplaudieron. Y cantaron a su vez. Así, venciendo los primeros temores, de uno y otro lado de la trinchera salieron algunos hombres. Quedaron claras las intenciones. Y confraternizaron.
Se intercambiaron regalos, cigarrillos, comida. Se cantó juntos. Juntos enterraron a los muertos y juntos asistieron a una misa común. Y hubo risas compartidas. Habían estado matándose hasta apenas unos minutos antes. Lo sorprendente, para todos, era que los rostros de los declarados enemigos no parecían diferir de los presuntos amigos.
Del episodio se formó una bola de nieve de repercusión notable. La fraternidad se extendió varios kilómetros a lo largo del frente. Se jugaron partidos de fútbol. Por un momento, todos comprendieron que la guerra era una tontería.
Por supuesto, allí donde brilla una chispa de bondad corren los sepultureros del alma humana. Los jefes, cuando se enteraron, estallaron de rabia. Así que no vamos a contar lo que hicieron. Para ellos, hombres infames, nada más que el desprecio del olvido.