¿Una depresión aun más grande?
Ni siquiera durante la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial el grueso de la actividad económica literalmente se cerró.
- Internacionales
- Abr 29, 2020
Por Nouriel Roubini*
La sacudida que le está pegando el COVID-19 a la economía global ha sido más rápida y más severa que la crisis financiera global (CFG) de 2008 y hasta la Gran Depresión. En esos dos episodios anteriores, los mercados bursátiles colapsaron el 50% o más, los mercados de crédito se congelaron, hubo quiebras gigantescas, las tasas de desempleo se dispararon por encima del 10% y el PIB se contrajo a una tasa anualizada del 10% o más. Pero todo esto transcurrió en un lapso de alrededor de tres años. En la crisis actual, desenlaces macroeconómicos y financieros igual de sombríos se han materializado en tres semanas.
A comienzos de este mes, sólo hicieron falta 15 días para que el mercado bursátil de Estados Unidos se derrumbara en terreno bajista (una caída del 20% de su pico) –la caída de ese tipo más rápida de la historia-. Ahora, los mercados están un 35% abajo, los mercados de crédito se han congelado y los diferenciales de crédito (al igual que los bonos basura) se han disparado a los niveles de 2008. Inclusive firmas financieras tradicionales como Goldman Sachs, JP Morgan y Morgan Stanley esperan que el PIB de Estados Unidos caiga a una tasa anualizada del 6% en el primer trimestre, y del 24% al 30% en el segundo. El secretario del Tesoro norteamericano, Steve Mnuchin, ha advertido que la tasa de desempleo podría elevarse por encima del 20% (el doble del nivel pico durante la CFG).
En otras palabras, cada componente de la demanda agregada –consumo, gasto de capital, exportaciones- está en una caída libre sin precedentes. Mientras la mayoría de los analistas interesados han venido anticipando una crisis en forma de V –en la que la producción cae marcadamente durante un trimestre y luego se recupera rápidamente en el próximo-, ahora debería quedar claro que la crisis del COVID-19 es algo totalmente diferente. La contracción que hoy está en marcha no se parece ni a una en V, ni en U, ni en L (una marcada crisis seguida de estancamiento). Más bien, se parece a una contracción en I: una línea vertical que representa un derrumbe de los mercados financieros y de la economía real.
Ni siquiera durante la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial el grueso de la actividad económica literalmente se cerró, como sucede en China, Estados Unidos y Europa hoy. El mejor escenario sería una crisis más severa que la de la CFG (en términos de una menor producción global acumulada), pero de más corta vida, lo que permitiría el retorno a un crecimiento positivo en el cuarto trimestre de este año. En ese caso, los mercados comenzarían a recuperarse cuando aparezca la luz al final del túnel.
Pero el mejor escenario supone varias condiciones. Primero, Estados Unidos, Europa y otras economías muy afectadas necesitarían desplegar medidas generalizadas de testeo, rastreo y tratamiento del COVID-19, cuarentenas obligatorias y un aislamiento a plena escala como el que ha implementado China. Y, como desarrollar y producir una vacuna en gran escala podría demorar 18 meses, será necesario distribuir antivirales e implementar otras medidas terapéuticas en escala masiva.
Segundo, los responsables de las políticas monetarias –que ya han hecho en menos de un mes lo que les llevó tres años después de la CFG- deben seguir implementando medidas poco convencionales ante la crisis. Eso significa tasas de interés cero o negativas; una mejor orientación futura; alivio cuantitativo y alivio crediticio (la compra de activos privados) para respaldar a los bancos, las instituciones no bancarias, los fondos del mercado de dinero y hasta las grandes corporaciones (instrumentos para papeles comerciales y bonos corporativos). La Reserva Federal de Estados Unidos ha expandido sus líneas swap transfronterizas para abordar la inmensa escasez de liquidez en dólares en los mercados globales, pero ahora necesitamos más instrumentos para alentar a los bancos a prestarles a empresas pequeñas y medianas ilíquidas pero aún solventes.
Tercero, los gobiernos tienen que desplegar un enorme estímulo fiscal, inclusive a través de una “distribución en helicóptero” de desembolsos directos de efectivo a los hogares. Dado el tamaño de la crisis económica, los déficits fiscales en las economías avanzadas necesitarán subir de 2-3% del PIB a alrededor del 10% o más. Sólo los gobiernos centrales tienen balances lo suficientemente grades y sólidos como para impedir el colapso del sector privado.
Pero estas intervenciones financiadas con déficits deben monetizarse por completo. Si están financiadas a través de deuda gubernamental estándar, las tasas de interés aumentarían marcadamente y la recuperación quedaría asfixiada en la cuna. Dadas las circunstancias, las intervenciones propuestas desde hace mucho tiempo por los izquierdistas de la escuela de la Teoría Monetaria Moderna, incluido el dinero helicóptero, se han vuelto convencionales.
Desafortunadamente para el mejor escenario, la respuesta de salud pública en las economías avanzadas ha sido mucho más ineficiente de lo que hacía falta para contener la pandemia, mientras que el paquete de políticas fiscales que se está debatiendo en la actualidad no es ni lo suficientemente grande ni lo suficientemente rápido como para crear las condiciones para una recuperación oportuna. Así, el riesgo de una nueva Gran Depresión, peor que la original –una Mayor Depresión- crece día a día.
A menos que se detenga la pandemia, las economías y mercados en todo el mundo seguirán su caída libre. Pero aún si la pandemia está más o menos contenida, el crecimiento general podría no producirse a fines de 2020. Después de todo, para entonces, muy probablemente comience otra temporada de virus con nuevas mutaciones; las intervenciones terapéuticas con las que cuentan muchos pueden resultar menos efectivas de lo que esperaban. Así, las economías volverán a contraerse y los mercados volverán a caer.
Es más, la respuesta fiscal podría chocar contra una pared si la monetización de déficits gigantescos empieza a producir una inflación alta, especialmente si una serie de shocks de oferta negativos relacionados con el virus reduce el potencial crecimiento. Y muchos países simplemente no pueden asumir un endeudamiento semejante en su propia moneda. ¿Quién rescatará a los gobiernos, las corporaciones, los bancos y los hogares en los mercados emergentes?
Como sea, aún si la pandemia y las repercusiones económicas llegaran a controlarse, la economía global todavía podría ser objeto de una cantidad de riesgos de cola de “cisne blanco”. Las elecciones presidenciales de Estados Unidos se acercan y la crisis del COVID-19 dará lugar a renovados conflictos entre Occidente y por lo menos cuatro potencias revisionistas: China, Rusia, Irán y Corea dreel Norte, que están recurriendo, en su totalidad, a una guerra cibernética asimétrica para minar a Estados Unidos desde adentro. Los inevitables ataques cibernéticos contra el proceso electoral estadounidense pueden conducir a un resultado final impugnado, con acusaciones de “fraude” y la posibilidad de violencia manifiesta y desorden civil.
De la misma manera, como he dicho anteriormente, los mercados están subestimando, y mucho, el riesgo de una guerra entre Estados Unidos e Irán este año; el deterioro de las relaciones sino-norteamericanas se está acelerando mientras cada parte responsabiliza a la otra de la escala de la pandemia del COVID-19. La crisis actual probablemente acelere la balcanización y desmadre en curso de la economía global en los meses y años venideros.
Esta trifecta de riesgos –pandemia no contenida, arsenales insuficientes de políticas económicas y cisnes blancos geopolíticos- bastarán para hacer caer a la economía global en una depresión persistente y un derrumbe galopante de los mercados financieros. Después de la crisis de 2008, una respuesta contundente (aunque demorada) logró sacar a la economía global del abismo. Quizás esta vez no tengamos tanta suerte.
*Profesor de Economía en la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York y Presidente de Roubini Macro Associates, fue Economista Principal para Asuntos Internacionales en el Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca durante la Administración Clinton. Ha trabajado para el Fondo Monetario Internacional, la Reserva Federal de los Estados Unidos y el Banco Mundial.