MARTES, 26 DE NOV

San Martín en el tiempo: el futuro de un pasado lleno de grandeza

La figura del Libertador está instalada en el inconsciente colectivo. Sobre él se ha escrito hasta el cansancio, desde la buena y la mala intención. No obstante, su principal legado no es reivindicado y 170 años después de su muerte aún estamos a tiempo.

Imagen: tapiz francés realizado por Manufacture des Gobelins entre 1911 y 1914. Diseño de Alfred Roll (1846-1919).

 

Por Facundo Díaz D’Alessandro

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Agosto de 1850. En algún lugar “cerca de París”, como ponía en algunos de sus intercambios epistolares de esos años, el Libertador General don José de San Martín daba su último suspiro, paradójicamente, lejos de su patria. Se había trasladado para descansar del escarnio que le producían las guerras facciosas que impidieron -junto con los intereses extranjeros que buscaban el rédito propio- la consagración del verdadero destino de las Provincias Unidas del Sur de América. 

Recién aproximadamente 30 años después, en 1880, mientras se consolidaba aquí la fragmentación y el soporte de las ideas del iluminismo hispanófobo, los restos del prócer serían traídos al país (puntualmente a Mendoza) para su divino reposo, al lugar donde el gobernó -formando un ejército que escribiría páginas gloriosas- y a donde había querido regresar sin éxito en 1828 para concluir sus días en su chacra, “separado de todo lo que sea cargo público y si es posible de la sociedad de los hombres”, según le escribió al chileno O’Higgins. Ni eso pudo. 

Ya muerto, ahora sí podría ser celebrado y retratado -con tergiversaciones maniqueas- por parte de una dirigencia política y militar que él mismo consideraba “felones”, peor que traidores a la causa del ser nacional, y que por otra parte era una identidad mucho mayor a lo que hoy delimita nuestras fronteras. Ahora bien, la pregunta que cabe hacerse es cómo fue posible que uno de los Libertadores más grandes que tuvo este continente, uno de los hombres más importantes, por la heroicidad de sus epopeyas pero también por la potencia de su ideario político, tan claro como tergiversado por unos y otros en la región, cargara ahora una desesperanza semejante, que por lo demás estaba justificada al punto de que no pudiera ni venir a descansar en paz en su tierra, la cual ya antes lo había visto retornar desde Europa, a donde se había instalado siendo un niño. Su retorno había sido motivado por el impulso ineludible del amor a la patria, aún sin conocerla cabalmente, como un fuego sagrado que le quemaba el pecho y no podía sino ser atendido. Era el proceso independentista en el que pretendió colaborar y vaya si lo hizo. Desde que llegó en 1812, San Martin hizo camino al andar y fue, mientras descubría a su pueblo, descubriéndose a sí mismo. Por eso es el arquetipo, junto con Belgrano, indispensable para entender la historia argentina.

A falta de un legado editorial, al ser un hombre eminentemente práctico y con dominios militares -y una visión estratégica de la política-, para comprender al Libertador debe seguirse el hilo conductor de sus acciones, las batallas que libró y en las que no quiso participar, las relaciones que mantuvo y dejó de mantener, a quienes desobedeció y a quienes buscó acercarse, cómo se paró ante las contradicciones que rigieron todo el siglo XIX aquí y que probablemente aún sigan vigentes, con claros vencedores momentáneos. 

A saber, esas contradicciones principales pueden ser resumidas en tres: modernismo – tradicionalismo, patrias chicas –  patria grande, libre comercio – proteccionismo económico.   

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Se sabe que la historia es una continuidad indetenible, pero algunas fechas sirven para advertir el sentido en el que avanzan los procesos, nunca fotos estáticas sino películas en movimiento, lo que puede en ocasiones hacer que la visibilidad sea borrosa. 

La Defensa y Reconquista por parte del pueblo de la ciudad de Buenos Aires entre 1806 y 1807 (apoyado y unido en un solo puño -en un hecho que casi no se ha repetido en la historia- con la gran mayoría del pueblo hispanoamericano) ante el asedio inglés, sería el hito que podría marcarse como el inicio de la emancipación de las colonias españolas en el sur de América. Algunos elemento objetivos son claros respecto al alcance y tipo de nación que naturalmente debía conformarse en estas lides: había una vasta extensión territorial, que iba por lo menos desde lo que hoy es Guayaquil hasta La Pampa (eje Lima – Buenos Aires) que tenía moneda común, lengua común y un mercado sin aduanas, sin mencionar las costumbres -por ejemplo se tomaba mate en bombilla de sur a norte-). 

En Europa, el declive de España era ya un hecho. Inglaterra y Francia pugnaban por la dominancia. El primero vencería en el tiempo, por la solvencia de lo que lo impulsaba: la industria es poder y los ingleses habían hecho lo que se denominó “revolución industrial”. Su otro baluarte era la determinación inconmovible, así como la eficacia de los métodos, de su diplomacia, hábil para corromper élites locales y facilitar el contrabando. 

Francia podía predicar liberté egalité fraternité, pero fronteras afuera, como cualquier potencia que se precie, no practica lo que predica.

Con la Revolución de Mayo se instauraba en principio la Primera Junta y luego la Junta Grande al incorporarse representantes provinciales, con el objetivo de llenar el vacío de poder que había dejado el derrocamiento de Fernando VII por parte de Napoleón. Y si bien también representaba una incipiente consolidación del proceso iniciado con la Defensa y Reconquista, el paso de los años sería la transición de una esperanzada idea de independencia y unidad a la de las guerras civiles y fratricidas, en beneficio de las potencias emergentes, durante al menos 60 años. 

Al poco tiempo eso ya quedaría demostrado. En Brasil, la corte portuguesa allí refugiada, adicta al poder inglés, asediaba los dominios que consideraba indefensos en sus planes emancipatorios. Las disputas por la Banda Oriental serían lo más visible de esos conflictos. Algunas derrotas militares en el norte, así como las penurias económicas que siguieron a la esperanza inicial posterior a los sucesos de Mayo en el pueblo orillero de Buenos Aires, aún mayor en las provincias y en contrapartida a lo que ocurría en la portuaria capital, daban rienda a las conspiraciones y movimientos políticos. Comenzaba a delinearse otro signo de los tiempos: una minoría porteña que se consideraba “iluminada” buscaba la salvación propia sin importar el destino del conjunto. 

En el verano de 1812 una fragata inglesa trajo a San Martín. Demostrando a la vez pragmatismo e integridad, en apenas unos años cambiaría él y cambiaría la historia.

Mal o bien, la Junta Grande era la única garantía de soberanía del territorio, al tiempo que representaba un poder nacional, complementado por el Cabildo (el de Buenos Aires y el de las provincias). Hacia fines de 1811 un Golpe de Estado instauraría lo que se conoció como el primer triunvirato, integrado por Feliciano Chiclana, Manuel de Sarratea y Juan José Paso, elegidos por el cabildo porteño. No obstante, una figura por entonces algo en las sombras ya aparecía como hombre fuerte de la política capitalina. Es por excelencia la figura histórica antagónica a San Martín: Bernardino Rivadavia, nombrado secretario del flamante organismo de gobierno. Ese puesto le garantizaba la definición en las decisiones importantes, ante la usual disparidad de opiniones entre los triunviros. 

Pocos meses después, en los últimos días del verano de 1812, ocurrió un hecho cuyas consecuencias no pudieron entonces imaginarse: la fragata inglesa “George Canning” (una de las tantas que periódicamente amarraban), trajo a bordo al coronel don José de San Martín, al alférez Carlos de Alvear y a otros oficiales, junto al barón de Holmberg, quienes se habían iniciado en los secretos de las logias de ultramar y habían jurado “triunfar o morir” por la independencia de América, que entonces era también objetivo de la diplomacia británica, de la cual las logias eran un claro instrumento. 

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San Martín -nacido en Yapeyú, Corrientes, en 1778- se había ido de América, junto a su familia, siendo un niño. En España sirvió al Ejército y, según algunas versiones, fue iniciado en la masonería en 1808, en Cádiz. Su deseo latente era volver a su tierra de origen y colaborar en su independencia. En ese proceso, y demostrando a la vez pragmatismo e integridad, cambiaría él y cambiaría la historia. El José que llegó no es el José que se fue, desilusionado pero gigante, algunos años después. 

Es que San Martín, como la mayoría (sino todos) los hombres de su tiempo en contacto con los acontecimientos europeos, estaban influenciados por los principios de la revolución francesa, tras la cual estaban los conceptos iluministas. Se trataba de una fe en las recetas del siglo para mejorar la condición humana, lo que a la postre se demostraría como ilusiones infantiles. Francia podía predicar puertas adentro liberté egalité fraternité pero fronteras afuera, como cualquier nación poderosa que se precie de tal, no practica lo que predica. Lo mismo ha sucedido históricamente con Inglaterra y su militancia universal por el libre comercio. 

La enorme virtud de San Martín fue comprender rápidamente, casi al llegar, la lógica de los acontecimientos. Y dejar que su parecer pudiera ir moldeándose en base a estos y las necesidades del pueblo, sin tratar de adaptar la realidad americana a la europea, cuando era absolutamente distinta. Contrario a lo esperable, iría alejándose, como demuestran sus acciones y relaciones, de esa vanguardia iluminista que representaría la principal defensa de los intereses foráneos, especialmente franceses e ingleses, en la región. 

El primer hecho público en el que se ve la mano del Libertador es el Golpe de Estado que tumbó al primer triunvirato, dominado por Rivadavia, y que tuvo por objetivo reencauzar el rumbo de la revolución. 

Si San Martín hubiera recibido el apoyo de Buenos Aires no habría necesitado de Bolívar y podría haber terminado la campaña por su cuenta.

Luego sería enviado a reemplazar a Belgrano como comandante del Ejército del Norte. Con este trabaría amistad evidenciada por cartas, en las que quedaba claro que compartían una visión común respecto a la indisolubilidad del concepto de independencia con el de unidad hispanoamericana, y la importancia del eje Lima – Buenos Aires. San Martín admiraba de Belgrano su valor para ponerse al frente de un Ejército siendo un completo ignorante, al momento de hacerlo, del arte militar, en la que él era experto. 

Ya sea porque notó que de alguna manera habían querido sacarlo del juego político capitalino al enviarlo a combatir a la frontera o por las razones de salud que esgrimió, al tiempo recaló en Mendoza, donde sería gobernador y formaría, de la nada, un ejército de cinco mil hombres. Los entreguistas porteños, esperanzados con que en la zona cuyana el hombre finalmente descansaría de su idealismo libertario, se topaban ahora con que sus planes eran aún mayores. Cruzar a Chile y ganar esa tierra y ese pueblo a la causa indepedentista. En lo que fue una gesta incomnensurable, el cruce de la cordillera de Los Andes, se cifra una de las instancias más gloriosas de nuestra historia. Tamaña heroicidad, al día de hoy se reconoce más en otros lados que en Argentina. 

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En condiciones peor que adversas, San Martín y sus hombres liberaron Chile y allí el General daría prueba cabal de su visión: ante el llamado de Buenos Aires para que vinieran a combatir al caudillo oriental José Gervasio de Artigas, se negó a participar de guerras civiles. Contrariamente se carteó afectuosamente con el caudillo del litoral, lo mismo que con el santafesino Estanislao López.

El proyecto de San Martín era llegar hasta el Alto Perú y sumar también esas provincias. Allí residía el mayor foco de resistencia española. Esos años se consumirían entre el asedio portugués a la Banda Oriental, defendida principalmente por Artigas y los litoraleños ante la apatía porteña, y también con batallas en el Norte, fuerzas que San Martín había encomendado a Güemes y que permitiría un ataque doble que aseguraría la victoria. 

Pero lo cierto es que en el Alto Perú el pueblo no estaba convencido de que la independencia fuera lo que necesitaban, algo que San Martín entendió de inmediato. Debía negociar, puesto que con las fuerzas que tenía, al tener oposición férrea de la población, no alcanzaría. 

Es una reducción, con la complejidad de los sucesos, situar toda la historia epocal en el antagonismo San Martín – Rivadavia, pero la mezquindad política de uno y la grandeza de otro, no obstante sus errores y aciertos puntuales, reflejan de algún modo la síntesis de lo que fue el siglo XIX en el sur americano. Entre la acción de este último y el ostracismo al que se confinaría el Libertador hay una relación de causa a efecto. 

La famosa cumbre con Bolívar en Guayaquil deja dos conclusiones, nacidas de las acciones subsiguientes que permiten adivinar algo del contenido de la misma, que se desconoce. Por un lado, se sabe que el objeto fue un requerimiento de refuerzos militares por parte del General San Martín, para culminar esa guerra con éxito (las tropas enemigas lo doblaban en número). Bolívar se negó en su afán de consumar personalmente la hazaña y provocó la renuncia del Libertador del sur, con la cual se perdió definitivamente las provincias del Alto Perú, que caerían en la órbita del Libertador del norte. Si San Martín hubiera recibido el apoyo de Buenos Aires, de abundantes recursos con 150 mil habitantes y un comercio próspero, no habría necesitado de Bolívar y podría haber terminado la campaña por su cuenta, con lo cual hubiera sido muy otra la suerte de las provincias altoperuanas y nuestro destino ulterior. Bolívar consumó ese anhelo supliendo nuestra incapacidad y abandono. No hay duda de que en el reparto de la historia nos correspondía consumar la empresa de la liberación peruana con San Martín y que ello no ocurrió por el desamparo de una política criminal, ajena a la causa de América y aferrada a intereses de campanario, vinculados con el comercio europeo, lo cual sería además el comienzo de nuestro desprestigio continental. Tampoco se pudo consolidar siquiera la continuidad de la nación en territorio hoy chileno, algo que hubiera garantizado salida bioceánica, una de las causas de la bonanza norteamericana. 

La otra conclusión es que se despejan de una buena vez algunas conclusiones apresuradas y erróneas sobre San Martín como un agente británico, en una concatenación de hechos algo tirada de los pelos, al citar su pertenencia a las logias y su llegada en un barco inglés. 

Primero, en su momento, por el bloqueo francés no había otro modo de llegar a América. Pero segundo y más importante, tras la reunión con San Martín, Bolívar declara a las logias masónicas como enemigo directo -siendo el sin dudas masón-, lo cual no pudo sino haber sido advertido a él por el Libertador del sur. Que fundó la Logia Lautaro no quedan dudas. No hay constancia de que haya sido una logia masónica. Pero por lo demás, en las acciones de San Martín se evidenció siempre una postura contraria al interés británico, salvo en el momento en que apoyaron la independencia por razones de conveniencia. En todas las contradicciones del siglo defendió los intereses del conjunto del pueblo por sobre los de las polis oligárquicas en favor de los enviados de “Su Majestad”.  

San Martín dejó un legado, una visión estratégica de la nación que debería ser analizada en profundidad.

Siempre peleó y proyectó la consolidación de una gran nación, contra el propósito inglés de fragmentar para negociar con estados pequeños. Respecto al tradicionalismo, defendió, por ejemplo, un valuarte como la religión cristiana, la santa trinidad, contra el modernismo británico que impulsaba los preceptos de la reforma calvinista. En la última de las contradicciones, quizás la más potente, entre libre comercio y proteccionismo, también se definió y su comunicación con Juan Manuel de Rosas años después lo dejaría claro. Fue durante el segundo gobierno de Rosas (en el primero no se habían tomado medidas proteccionistas), cuando quiso imponer una Ley de Aduanas para proteger la producción local y sufrió la reacción europea: bloqueo al puerto de una flota franco inglesa. Los ingleses aún tenían fresco el recuerdo de 1806, cuando atacaron “a cara descubierta”. Era la primera medida proteccionista en 35 años, desde 1810 cuando al momento de declarar caduco el poder español, se firmó un tratado que básicamente legalizaba el contrabando de productos británicos. 

“Lo que no puedo concebir es el que haya americanos que por un indigno espíritu de partido se unan al extranjero para humillar a su patria y reducirla a una condición peor que la que sufriamos en tiempos de la dominación española: una tal felonía, ni el sepulcro la puede hacer desaparecer”, le escribió el General al denominado Restaurador. 

Queda claro entonces que más allá de sobrevolar cualquier disputa facciosa, la historia de San Martín posee evidencias de su posicionamiento y lo que pretendía para lo que hoy es Argentina, algo que no existía ni de cerca en ese momento. Comprendió a su pueblo y a su nación, que no era otra que la hispanoamericana, mientras fue cambiando él mismo y derribando mitos incorporados en Europa. Más allá de la prédica por la libertad, una palabra muy presente en el lenguaje político de la época, San Martín dejó un legado, una visión estratégica de la nación que debería ser analizada en profundidad. No puede ser casual que tanto con él como con Belgrano lo que se conmemora como feriado nacional sea la fecha de muerte, que habilitó la tergiversación de la historia por intereses de chiquitaje político. Apenas 170 años después, aún estamos a tiempo de dejar de insultar su memoria.  

Edición audio: Santiago Fraga. 
Edición imágenes y narración: Florencia Vizzi. 

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