LUNES, 18 DE NOV

Bajar del tren: sobre “La más preciosa de las mercancías”, de Jean-Claude Grumberg

La vida es un viaje y el destino escribe (¿o es escrito por?) el camino de lo que fue y será. Esta novela narra una historia que puede ser todas pero tiene algo que la hace maravillosa. En una nueva entrega literaria para Conclusión y Revista 70/30, el autor devela algo de esa especificidad para concluir, nuevamente, que a la herida de la vida solo la sana la metáfora.

 

Por Lisandro Werbin – 70/30

A esta altura es un lugar común. Hay cientos de novelas sobre la II Guerra Mundial.

Dentro de la industria editorial, ese período es un fenómeno sociológico, mercantil y político. Pero siempre queda algo por decir. El arte es ese espacio inagotable donde el lenguaje es arborescente, se ramifica. Por eso traemos este libro, editado en el 2020 por Editorial Edhasa; porque cuando aparece una voz que encuentra una manera nueva de hablar sobre lo ya hablado, hay que darle la bienvenida.

“La más preciosa de las mercancías” es una experiencia de lectura. Parece sencilla, fácil de leer, pero a medida que nos sumergimos en sus páginas todo eso que parece lineal y simple se vuelve complejo. Hay una razón: el autor habla del horror a través de la fábula. Es su estrategia narrativa. Monta el escenario y pone en movimiento personajes arquetípicos cuyos nombres son universales. Por ejemplo: “Pobre Leñador” no tiene otro nombre más que su función en la estructura del relato. No tiene, no necesita otro nombre más que ese. Es un sustantivo adjetivado, un instrumento para narrar algo que lo supera. Su mujer, “Pobre Leñadora”, está bajo la misma lógica. El lenguaje de la fábula está tan bien utilizado que uno comienza pensando que es para niños, pero “Pobre Leñador” y “Pobre Leñadora” tienen una historia que nada tiene que ver con los relatos infantiles.

Nuestra Pobre Leñadora estrecha contra ella al pequeño ser, escondiéndolo, y enseguida empieza a correr estrechando su tesoro contra su pecho. De pronto, se queda quieta, siente una boca ávida que trata de mamar su seno enjuto, forcejeando, gritando, chillando. Tiene hambre, este bebé tiene hambre, mi bebé tiene hambre. Siente que es madre, a la vez feliz y mortalmente inquieta. Completa pero sobrepasada. Ahora es madre, y madre sin leche. Mi bebé tiene hambre, ¿qué hacer? ¿Qué hacer? ¿Por qué el dios del tren de mercancías no le dio el don de la leche para alimentar al bebé que le entrega? ¿En qué piensan entonces los dioses? ¿Con qué quieren que lo alimente?

El libro cuenta la historia de una pareja que vive en un bosque nevado cruzado por las vías de un tren. Ese tren funciona como transporte de los cautivos para ser exterminados en los campos de concentración. La pareja no lo sabe, ellos piensan que lleva mercancías. El autor deja ver cómo, para el pueblo rural, lo que sucedía era ignorado. Dentro de uno de esos vagones, otra pareja, de religión judía, conoce su destino. Saben lo que les espera. Una mujer lleva en sus brazos a sus mellizos, un niño y una niña. Entonces, en un arrebato de desesperación, el padre decide cubrir con todas las mantas a uno de ellos y arrojarlo por la ventana, con la esperanza de que se salve, de que alguien lo salve. El libro no juzga, sino describe la crueldad, la locura, las opciones ridículas e inhumanas a las que se vieron forzados los condenados a morir en las cámaras de gas.

Pobre Leñadora la encuentra, llorando en la nieve. Su deseo más grande, ser madre, nunca pudo ser; y atribuye al dios del tren de mercancías el obsequio sagrado. Pero ella no está preparada, su cuerpo no ha engendrado a la niña.

–¿Pero no sabes qué es este bebé? ¿No lo sabes?

Suelta de pronto al bebé sobre la cama con un gesto de asco, como cuando se desecha un pedazo de carne podrida.

–¡Apesta! ¿No sabes a qué especie pertenece?

–¡Sé que es mi pequeño ángel! Y será el tu tuyo si así lo quieres.

–¡Esto no puede ser ni mi pequeño ni tu pequeño ángel! ¡Es un retoño de la razamaldita! ¡Sus padres lo arrojaron del tren a la nieve porque son unos sin-corazón!

–Los sin-corazón tienen un corazón. Los sin-corazón tienen un corazón como el tuyo y el mío.

Pobre Leñador, al enterarse del hallazgo de su mujer, rechaza a la niña con todas sus fuerzas. No sabe bien qué transporta ese tren, pero sí conoce a la “raza maldita”.

Pobre leñador sabe que la niña es de origen judío, y se horroriza ante su presencia. Los llama “sin-corazón”. En el libro apenas se nombra al judaísmo, porque en los términos de la fábula el autor propone conceptos universales. Casi estructuralista, la novela trabaja con nombres que van más allá de la coyuntura: ¿o acaso en cada época no hubo “razas malditas”, pueblos llamados “sin-corazón”, persecución y exterminio? Por eso, el lector comprende perfectamente de qué se habla, pero la manera en que se habla es sorprendente.

El padre de los mellizos quería morirse, pero muy en el fondo de él crecía una pequeña semilla insensata, salvaje, resistente a todos los horrores vistos y padecidos, una pequeña semilla que crecía y crecía, dándole la orden de vivir, o al menos de sobrevivir. Sobrevivir. Él se burlaba de esa pequeña semilla de esperanza, indestructible, la despreciaba, la ahogaba bajo ríos de amargura y sin embargo no dejaba de crecer, a pesar del presente, a pesar del pasado, a pesar del recuerdo del acto insensato que le había valido que su querida y tierna no le dirigiera ni una mirada, no le dirigiera ni una sola palabra antes de que los separaran en el andén de la estación sin estación en el descenso de ese tren del horror. Hubiera seguido llorando, si en los ojos le hubieran quedado algunas lágrimas de sobra.

Dentro del campo de concentración, el padre de la niña ha sido separado de su familia. Es de profesión cirujano y lo mantienen con vida cortando el cabello de los oficiales, así como rapando a los cautivos para luego hacer pelucas para la burguesía de la capital. Sí, el horror. Entre el olvido demencial, producto de la negación y la represión que implica permanecer con vida en el infierno, el padre de la niña no puede dejar de pensar en ella. El resto de su familia ha muerto, pero la niña quizás sigue viva.

Los cantos, las banderas, los discursos, toda esa locura, toda esa alegría le recordaban que estaba solo, que estaría solo para siempre, solo para respetar el duelo, para llevar el duelo de la humanidad, el duelo de todos los masacrados, el duelo de su esposa, de sus hijos, de sus padres, de los padres de ella. Camina, camina y sigue caminando en busca de la vía férrea, del bosque, de los virajes, de la anciana arrodillada en la nieve. Encuentra por fin una vía de tren abandonada. Era como buscar una aguja en un pajar.

Terminada la guerra, es liberado. Recorre las vías del tren buscando a su hija, pero no hay rastro. La pareja de leñadores ha sufrido su propio calvario. Pobre Leñador finalmente aceptó a la niña, pero es asesinado protegiéndola cuando sus compañeros la descubren y van por ella para asesinarla. Pobre Leñadora pudo alimentarla con leche de cabra, resguardada por un ser mitológico que habita en el centro del bosque. Ese ser, que aparece en el misterio de lo profundo, es también un hombre que, deformado tras una contienda, vive hace años como un ermitaño. Es muerto también en manos de oficiales del ejército. Pobre Leñadora huye con la niña, a quien cría como su hija.

El padre la niña, dado por vencido en la búsqueda, llega a un pequeño poblado. En la plaza principal, se encuentra con una mujer y una niña que venden pan sobre una manta en el piso. La mira y siente en su pecho el llamado de la sangre.

No vamos a contar el final, ya hemos dicho mucho. La metáfora ferroviaria fue utilizada mil veces; los trenes, la vida y la muerte fueron conjugados hasta el hartazgo.

Pero hay algo acá, en esta novela, que es maravilloso. La destreza de Jean-Claude Grumberg a la hora de escribir es notable. Combina perfectamente su experiencia como autor de textos infantiles y su pericia como guionista. “La más preciosa de las mercancías” es un relato prodigioso. En ciento cuatro páginas logra transmitir con sobriedad y emoción una realidad trágica que sólo la memoria puede intentar sanar, aun cuando sea imposible. El arte puede, siempre pudo, ponerle palabras al dolor; y acá estamos, leyendo y leyéndonos en las páginas que hablan de la historia. Si todo destino puede ser pensado como un viaje, tal vez la vida comience en el momento en que nos bajamos de los trenes y comenzamos a transitar nuestras búsquedas. Por supuesto, si escribimos, es porque aun sabiendo que pisar la tierra implica hacernos cargo de nuestras pérdidas, estamos del lado de la vida.

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