Enorme tristeza por el fallecimiento del cronista rosarino Leo Graciarena

El periodista de policiales del diario La Capital falleció este martes a los 55 años. Conmoción entre colegas y amigos por una pérdida prematura y sin sentido.

Por Manuel Parola y Lisandro Leoni

El periodista de Policiales del diario La Capital, Leonardo Graciarena falleció este martes a los 55 años. Con mas de 20 años en la profesión, se desempeñó como cronista del decano de la prensa argentina desde fines de los 90 cuando ingresó a la sección Deportes. Durante los últimos años, también realizaba una columna de policiales en LT8 y engrosaba las líneas de la sección Policiales del periódico.

Dueño de un estilo arlteano y mordaz al escribir, porque era de los cronistas que tenía la voluntad de pelear con las lógicas del “fijate qué dice el parte policial y hacé algún llamado por teléfono, así te quedas en la redacción”: Leo salía a la calle a buscar la noticia, a encontrarse de frente con las historias que con talento y honestidad después volcaba en el papel. Periodismo construido caminando los barrios.

Con un punzante y ácido humor, pero con una humanidad que no le negaba el abrazo a ningún compañero de trabajo que, como él, entendiera de las causas justas y del rol de los trabajadores de prensa, término que lo definía de punta a punta. De carácter fuerte, era muy difícil encontrar a Graciarena vestido de otra cosa que no fuera de sus remeras de rock. Porque además de saber de narcos, roscas judiciales y armas de fuego, Leo era una fuente inagotable de conocimiento sobre música, con especial énfasis en el rock pesado. Su gusto se apoyaba en los cantantes ingleses -despreció con fervor los ruidosos intentos de los yankees de tratar de hacer heavy metal- aunque su corazón siempre tuvo un lugar para Ricardo Iorio, a quien le tuvo mucho respeto aun después de su muerte.

“El Vasco”, como le decían cariñosamente quienes trabajaban con él en la redacción de Sarmiento 763, tenía la calidez de un ser humano excepcional, el talento de quien tiene la virtud de la palabra y la inteligencia del humor filoso para describir las más horrendas escenas que abundan en Rosario desde hace tantos años.

La escala de prioridades de Graciarena comenzaba con un sustantivo propio: Joaquín, su pequeñísimo hijo que al contar sus peripecias iluminaban los ojos de quien se autodefinía en X como “padre tardío”. Inmediatamente seguía su trabajo en La Capital y en La Ocho con sus columnas judiciales matutinas, y Rosario Central, el equipo de sus amores. Dentro del segundo ítem, es imposible dejar de lado la responsabilidad y el obrero compromiso de Leo para con sus compañeros y la búsqueda incansable de una lucha inteligente, colectiva pero constante por mejores salarios y mejores condiciones de trabajo.

Su desaparición física duele, entre otras cosas porque su llegada a la redacción era la promesa de muerte del silencio: si estaba callado es porque estaba leyendo con devota atención un expediente o estaba escribiendo su próximo artículo. De otra forma, su estridente risa rompía la monotonía del lugar donde estuviera.

Quienes recién lo conocían se sorprendían al escuchar el medio siglo de edad que tenía, porque la vitalidad y juventud con el que se movía podía abrazarte o atropellarte. Porque por supuesto, un cronista dedicado a escribir sobre la muerte y sus porqués no podía sino estar enamorado de la vida y sus placeres más terrenales, como un helado vaso de cerveza o la dulce espera del primer acto patrio de su niño, el verdadero amor de su vida aparte del oficio al que dedicó sus días.

Tanto calor brindado en 55 años de vida no pudo sino generar una tristeza muy honda en quienes lo conocieron y trabajaron a su lado. Leo Graciarena fue un cronista que se resistió a resignarse a los tiempos que corren y que hasta el último día brindó una sonrisa y un irónico chiste, una palabra de aliento y un concejo sincero, todo eso antes de calzarse su icónica visera negra y dejar un espacio que sin dudas será muy difícil de llenar.

 

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