Rubén Winkler: cuando la alfarería cuenta una historia
El oficio se ha consolidado a través de los siglos como el arte que vincula al hombre con la tierra de una manera profunda. Tarea de manos sucias y una mente limpia, que pone a disposición la imaginación al servicio de la creación.
- Ciudad
- Nov 19, 2016
Por Alejandro Maidana
“Oficio noble y bizarro,
es de todos el primero,
pues en el arte del barro,
fue Dios el primer alfarero
y el hombre el primer cacharro”
La alfarería Winkler se fundó en 1855 y es considerada de interés municipal desde 1999. La misma se convirtió en un espacio en donde el arte se viste de etiqueta. Esculturas, macetas, fuentes, platos y vasijas se llevan los elogios y acaparan todas las miradas de aquellos que estupefactos contemplan la maravillosa conjugación de un elemento vital con las manos del alfarero.
Rubén Winkler charló con Conclusión para que, a través de sus cálidas palabras, la sociedad pueda conocer sobre un oficio tan antiguo como la vida misma.
— ¿Cómo comienza la historia de este taller?
— Este lugar data desde 1855, en la era de Bartolomé Mitre. En Rosario se fabricaban ladrillos y todavía conservamos muchos como reliquia. Este oficio llega a nuestro país producto de muchos italianos y españoles que huían de la guerra.
— ¿El material con el que se trabaja ha variado a lo largo del tiempo?
— Se podría decir que no. La arcilla material que hasta estos días utilizamos los pocos alfareros que hemos quedado, es una decantación de muchos años de Chile y que rodea Rosario. Tenemos la dicha que esta tierra “greda” abunda en la ciudad. Hay que buscarla, es el segundo horizonte como suelen decir los arquitectos. A la misma hay que humectarla mucho para que te permita poder trabajarla con mayor ductilidad.
— ¿Cuándo nace su amor por la alfarería que conserva pujantemente hasta hoy?
— Mis recuerdos provienen desde los 6 años, cuando miraba como el burro que teníamos en la fábrica daba vueltas a la noria. Sumado a que le daba un valor exponencial a todo lo que lo rodeaba, tengo la certeza que desde arriba me bajaron la línea de que iba no solo a amar la alfarería, sino que que la iba a abrazar por el resto de mis días.
— Cuando comenzó a mezclarse con la arcilla ¿qué fue lo primero que se puso como meta?
— Lo primero fue, sin dudas, trabajar para que este oficio se valorice como debía. Siempre la lucha fue con la cerámica. Esta se ubicaba por delante gracias al brillo y la frivolidad y yo dije ‘a esto hay que darle un carácter distinto’. Fue ahí donde, tomando como parámetro las esfinges y las pirámides de Egipto, sumado al gran aporte de un maestro que tuve en pintura y cerámica, fuimos aplicándole relieve y color a las piezas. De esta manera surgió una importante salida laboral, ya que aparte de caños y macetas, fabricábamos para casas de regalos pavas, braseros, tarros de leche calados y muchos elementos más.
— ¿Manejar la temperatura de los hornos es una tarea compleja?
— Es cosa seria. Por ejemplo, tenemos que hacer un seguimiento del material, sobre todo en verano, que seca bruscamente. En invierno, todo lo contrario: debemos elevar la mercadería para que ingrese corriente de aire y pueda secar. Cabe destacar que toda pieza debe pasar por un secado previo a temperatura ambiente para que la humedad desaparezca y recién ahí ingresar al horno.
— ¿Se fueron sumando ideas y elementos a lo largo de la historia del lugar?
— Sin dudas. Uno tuvo que ir adaptándose a la demanda que imponen los tiempos. En la actualidad, un fuerte de la fábrica es la parte gastronómica: sartenes, cucharones, individuales para bagna cauda y lo más innovador que tenemos, que son las salamandras en las cuales se puede cocinar diversos platos. La juventud utiliza mucho este tipo de piezas debido al gusto ligado a la tierra y a las hierbas que le deja a la comida elegida. Otra cosa son los elementos de percusión que también fabricamos: derbakes, yembe con cueros y, de esta manera, los músicos,se entusiasman.
— ¿Existe un número real de la cantidad de alfareros que aún persisten en Rosario y en el país?
— Hace poco tiempo me preguntaban si era el último alfarero de la ciudad, pero mi papá siempre decía que en algún rincón vive un alfarero. En el país hermano del Paraguay experimenté algo maravilloso. Me llevaron a conocer a un pueblo integrado por todos alfareros. Nunca me valoraron tanto en un lugar. Ellos estaban asombrados por mis técnicas de relieve y calado ya que no la aplicaban en sus piezas. Al llegar el momento de mi regreso al país, el hermano paraguayo que me acompañó en la estadía me preguntó ‘¿qué vas a contar de nuestro pueblo?’. A lo que le respondí: ‘A mi me hubiera gustado, antes de morir, poder contemplar un mundo de alfareros. Pero como ya lo vi, solo me queda guardarlo en mi corazón’. Este oficio se lleva en la sangre, es como si Dios te lo hubiera impuesto. Viene con uno.
Se le llenan los ojos de lágrimas y se le resquebraja la voz cuando menciona a sus padres, a quienes marca como personas íntegras y extremadamente generosas. Rosario supo contar con 17 talleres. Hoy sólo sobrevive el de Rubén Winkler, el alemán, quien disfruta de la convivencia diaria con su población de arcilla tanto como hablar de Víctor, quien le dejó este maravilloso legado.
Producción fotográfica: Gisela Gentile