MARTES, 26 DE NOV

El último viaje de JFK

Por Rubén Alejandro Fraga

 

Por Rubén Alejandro Fraga

La cámara doméstica de Abraham Zapruder siguió filmando la terrible escena mientras él gritaba: “¡Lo han matado! ¡Lo han matado!”. Eran las 12.30 del mediodía del viernes 22 de noviembre de 1963 en Dallas, Texas. Durante unos segundos pareció que el tiempo se había detenido en la Plaza Dealey, paralizada por las balas de un asesino.

El auto negro descapotable que llevaba al presidente estadounidense John Fitzgerald Kennedy, al gobernador de Texas John Connally y a sus respectivas esposas se desvió en forma brusca. Los agentes del servicio secreto no se inmutaron. Kennedy se movió hacia adelante, herido. Luego hubo un ruido infernal. La primera dama, Jacqueline Bouvier Kennedy, intentó escapar hacia la parte trasera del vehículo, mientras un guardaespaldas se trepaba al coche intentando protegerla.

El auto oficial se dirigió velozmente hacia el Parkland Memorial Hospital, con el presidente tendido en el asiento de atrás.

Media hora después se anunció al país una noticia que recorrió el mundo: durante una gira política habían matado a JFK.

En la Argentina, gobernada desde hacía un mes por el presidente radical Arturo Umberto Illia, las radios dieron la primicia minutos antes de las tres de la tarde de aquel viernes 22 de noviembre de 1963, y de inmediato el público se abalanzó sobre radios y diarios, que transmitían o intercalaban en sus pizarras los sucesivos cables de las agencias extranjeras.

A las 13.45, la policía de Dallas detuvo en una sala cinematográfica a un sospechoso: Lee Harvey Oswald, empleado del Texas School Book Depository, de donde se dijo que provenían los disparos realizados con un rifle con mira telescópica.

Dos días después, el domingo 24 de noviembre, millones de personas veían por televisión el traslado de Oswald desde la cárcel de Dallas a una prisión del condado. De repente, el propietario de un club nocturno, Jack Ruby, avanzó entre la multitud y disparó al estómago de Oswald con una pistola calibre 35. Oswald murió a los pocos minutos, lo cual impidió conocer quiénes habían sido los instigadores del magnicidio.

Habían transcurrido 48 horas y 37 minutos desde los disparos mortales en la Plaza Dealey de Dallas y el asunto estaba resuelto: no habría juicio ni escándalo.

Jacob Rubinstein –tal su verdadero nombre– murió en prisión de un repentino cáncer de hígado llevándose a la tumba el secreto sobre el extraño “silenciamiento” del presunto asesino de Kennedy.

La bala mágica

El 24 de septiembre de 1964, el informe de la comisión investigadora oficial encabezada por el presidente del Tribunal Supremo, Earl Warren, señaló que a Kennedy lo mató Oswald, “quien disparó desde la biblioteca –en el sexto piso de un edificio en la calle por la que pasaba la caravana– y actuó solo, porque estaba demente y no por motivos políticos”.

También afirmó que la misma bala que hirió a Kennedy en el cuello le causó cinco heridas al gobernador de Texas John Connally, versión conocida como la “teoría de la bala mágica”.

El informe desató la polémica e indignó a quienes consideraban que pudieron ser varios los promotores del magnicidio. Entre las distintas hipótesis conspirativas, la que se opuso con más fuerza al informe Warren fue la del fiscal Jim Garrison, versión que el director Oliver Stone llevó al cine en su film JFK, de 1991.

Investigaciones posteriores sugirieron la posibilidad de que a Kennedy le dispararon al menos dos francotiradores, de frente y por detrás, lo que confirmaría la impresión de la mayoría de los testigos.

Cuando a un miembro de la Comisión Warren, John McCloy, se le preguntó en 1965 sobre la conspiración, contestó: “Teníamos que demostrar a los extranjeros que nuestro gobierno no era una república bananera de Sudamérica”.

Lo cierto es que el extraño “silenciamiento” del presunto asesino del supuesto magnicida y otros detalles oscuros del atentado dieron lugar casi instantáneamente a toda una serie de teorías sobre la responsabilidad del crimen y la explicación oficial, el informe Warren de 1964 no fue suficiente para aliviar la perplejidad de la nación.

El asesinato de Kennedy se convirtió en una especie de obsesión nacional para los norteamericanos. “¿Dónde estabas cuando mataron a Kennedy?”, es la pregunta con la que se identificó a una generación de norteamericanos.

Cuando el vice de Kennedy, Lyndon Baynes Johnson, juró como trigésimo sexto presidente estadounidense a bordo del avión Air Force One, tres horas después del asesinato, la leyenda de JFK había crecido enormemente. Se oscurecieron ciertas realidades, como la violenta división de la nación respecto a los derechos civiles y la creciente intervención norteamericana en Vietnam.

En los años siguientes, mientras la inclinación hacia la violencia se reafirmaba una y otra vez, Camelot, la utopía mítica del musical de Broadway de Lerner y Loewe (con la que Jacqueline comparó el breve mandato de su marido) pareció cada vez más dorado, un símbolo de lo que hubiera podido ser.

El primer católico

John Fitzgerald Kennedy había nacido el 29 de mayo de 1917 en Brooklyn, Massachussets, en el seno de una rica familia irlandesa y en 1960, como candidato del partido Demócrata, se convirtió en el primer presidente católico en la historia de Estados Unidos al derrotar al republicano Richard Milhous Nixon en una reñida elección.

Durante su breve mandato tuvo lugar la invasión de Bahía de Cochinos, la crisis de los misiles de Cuba (punto de mayor tensión durante la denominada Guerra Fría), la construcción del Muro de Berlín, el inicio de la carrera espacial, la consolidación del Movimiento por los Derechos Civiles en Estados Unidos, así como los primeros acontecimientos de la Guerra de Vietnam.

Proveniente de una familia de políticos signada por la tragedia (su hermano Robert también fue asesinado y su hijo John John murió junto a su esposa al precipitarse al mar el avión que pilotaba), Kennedy es uno de los presidentes norteamericanos más recordados del siglo XX, y para muchos un icono de las aspiraciones y esperanzas estadounidenses.

Con todo, 53 años después, su crimen continúa sin ser esclarecido.

Un magnicidio con olor a petróleo

“El vicepresidente Lyndon Baines Johnson ordenó el asesinato de John Fitzgerald Kennedy a Malcolm Everett Mac Wallace, un líder universitario tejano”. Así lo aseguró Cliff Carter, un empresario que se convirtió en el estratega político del entonces vicepresidente norteamericano, en una cinta grabada horas antes de morir.

Las huellas de Mac Wallace, asesino convicto y colaborador de Johnson, corresponden a unas que se encontraron en el edificio desde donde se asegura que disparó Lee Harvey Oswald, calificadas por el FBI como “de origen desconocido”.

Según esa hipótesis, la operación fue financiada por magnates tejanos del petróleo ante la evidencia de que Kennedy planeaba reemplazar a Johnson en las elecciones de 1964. Su hermano Robert había iniciado una investigación sobre sus delitos, e iban a privar a los petroleros americanos de las multimillonarias exenciones fiscales de las que gozaban y del representante de sus intereses en Washington.

Así, las evidencias apuntarían a que la muerte de Kennedy, con su automática sustitución por Johnson, fue un verdadero golpe de Estado.

Cuando fue asesinado JFK, los petroleros tejanos Clint Murchinson, Sid Richardson y Harold Lafayette Hunt poseían algunas de las mayores fortunas del planeta y habían financiado a Johnson para que manejase la política norteamericana a su antojo.

Hunt era un enemigo declarado de Kennedy –financiando la propaganda más virulenta contra el presidente– y el principal sostenedor de la extrema derecha norteamericana y del militarismo agresivo.

Momentos antes de que JFK fuese acribillado, Hunt abandonó Dallas apresuradamente y permaneció oculto durante un mes en uno de sus refugios secretos mexicanos, protegido por ex agentes del FBI y sin que éste ni ningún investigador de la Comisión Warren se molestasen en interrogarlo.

Años después del crimen de Dallas, su sucesor, Johnson, sostuvo: “Lo que le sucedió a Kennedy podría perfectamente haber sido un castigo divino”. Lo cierto es que habrá que esperar hasta 2039 para saber algo más sobre uno de los mayores enigmas del siglo XX: el entonces presidente Johnson decidió que permanezcan sellados hasta ese año 218 documentos sobre la muerte de JFK.

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