Congreso de Tucumán: 204 años y la misma angustia
Desde la buena intención es común resaltar fechas fundantes. La falta de (in)formación, en especial de dirigentes (no todos), obliga a contextualizar. El 2020 revela por fin la verdadera incógnita posmoderna: si el pasado no importa y todo es presente, ¿acaso hay futuro?
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- Jul 9, 2020
Imagen: Acuarela de Antonio González Moreno – Colección Museo Histórico Nacional.
Por Facundo Díaz D’Alessandro
Sin ánimo aguafiestas -nada más lejano a una intención anti nacionalista-, se planteará este 9 de julio, como ya se hizo con el 25 de mayo, pensar a la fecha más allá del hito autocelebratorio y comprender el contexto en que se dio, para al menos no repetir axiomas instalados en el inconsciente colectivo que no han nacido más que de instintos elitistas.
El objetivo: pensar el pasado, moverlo, ver que reflejos transmite ante el advenimiento de nuevas definiciones y una actualidad que bien puede parecerse en los rasgos grandes o, al menos, ofrecer dilemas similares a los de antaño. Nunca resueltos. Es decir, pensar el futuro, porque en el presente solo queda aceptar la realidad: Argentina hoy es, con suerte, un país del Tercer Mundo que no tercia en ninguna discusión seria en materia internacional; a los efectos prácticos, una semi colonia.
Cuando se pronuncia la palabra «independencia» en referencia al proceso americano que comienza entre finales del siglo XVIII e inicios del XIX, debe entenderse primero que no se trató de un fenómeno regional, sino que se libraba, a instancias de la acefalía de poder español y del ascenso paulatino pero vertiginoso del imperio británico, en todo el territorio.
Aceptar la realidad: Argentina no tercia en ninguna discusión seria en materia internacional; a los efectos prácticos, es una semi colonia.
La pregunta insoslayable que emerge, clara, es entonces por qué el proceso de independencia de Hispanoamérica termino en la desunión, a diferencia del proceso de las 13 colonias norteamericanas, que posibilitó la creación de EEUU; y del proceso luso-brasileño, que terminó conformando un solo estado gigantesco en América del Sur.
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Un breve repaso por la lógica de los acontecimientos que rodearon al Congreso de Tucumán (sin rigurosidad cronológica más que la selección subjetiva de elementos que a priori la explican), dejará, sino comprender, al menos advertir algunas de las contradicciones internas e influencias exógenas que posibilitaron truncar esa emancipación conjunta, que se alejaría cada vez más con el paso de los años, algo que aún hoy le es caro a la patria.
Revolución, clamor y escarnio
El año 1815 encuentra al régimen revolucionario, que tuvo su inicio formal en 1810 y que ha vivido desde entonces en una crisis permanente, ante la más profunda de esas crisis. Se han sucedido seis gobiernos, con cuatro golpes de Estado y ‘revoluciones’ en el medio, motines militares y conspiraciones frustradas, al tiempo que se batallaba, con suerte dispar, en el norte y el litoral.
Más allá de tensiones personales, ideológicas o regionales, propias de cualquier proceso histórico, esa inestabilidad del régimen puede buscarse en el hecho de que lejos de colmar las expectativas de bonanza y liberación que el interior había puesto en el “cambio de época” -en miras de mejorar su situación sobre todo económica-, desde 1810 sólo habían visto como se enriquecía aún más Buenos Aires, a partir de su próspero comercio, ahora casi en su totalidad en manos inglesas.
El interior, antes esperanzado, en 1815 clama contra la capital, entre acusaciones estridentes de ineficacia en la defensa y desatención a las necesidades del pueblo.
Ese interior, antes esperanzado, en 1815 clama contra la capital, entre acusaciones estridentes de ineficacia en la defensa y desatención a las necesidades del pueblo. Por el contrario, se han intentado instalar reformas y hábitos que atentan contra el sentir hispanoamericano, otrora unificado en la diversidad. Aquí en el litoral, directamente se señala que el gobierno porteño se ha desentendido ante el asedio portugués. Buenos Aires empieza a mostrar la hilacha de lo que sería la clave del siglo: un constante repliegue sobre sí misma, y que cada provincia se juegue su propia suerte. “Mueran los porteños” empieza a ser lema. El periódico “El Censor”, que expresaba a la burguesía acomodada capitalina (partido del Cabildo) publica: “Es necesario aceptar la pretensión de los pueblos a emanciparse de la tiranía de Buenos Aires; de esa manera ésta podría aprovechar sola de las ventajas de su posición y sus recursos”.
En medio de ese clima de reivindicación provincial y ante la creciente ascendencia del primer caudillo, José Gervasio de Artigas, desde la Banda Oriental y el litoral pero cada vez con más peso en otras lides, cae el directorio de Alvear y con él, tras los sucesivos fracasos que se sucedieron desde la Semana de Mayo, se pondrá en revisión el régimen impuesto, sin dejar de prestar atención a las urgencias: frentes internos desbordados, especialmente en el norte y el litoral, y una revolución americana amenazada en casi todas partes (en Chile y México avance realista, Bolívar huyendo a Jamaica, Fernando VII –en nombre de quien se había hecho la Revolución de Mayo- repuesto en el trono español tras la caída definitiva de Napoléon, y mientras tanto el contrabando, ya parcialmente legalizado, auspiciado por los británicos).
El entrismo inmemorial
El congreso finalmente (con asistencia de representantes de 9 provincias) dio inicio a sus funciones el 24 de mayo de 1816 para abocarse a esos temas que urgían resolverse. Ante la evolución de los acontecimientos en el transcurso de las semanas, el cuerpo fue convenciéndose, con el paso de las reuniones y deliberaciones, de la necesidad de nombrar una autoridad que culminara con los interinatos y no fuera discutida. Tras algunas disputas, el acuerdo decantó en la proclamación como Director titular del Estado, con respaldo nacional, del coronel mayor don Juan Martín de Pueyrredon, de Reconquista, quien obtuvo 23 de 25 votos.
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Su itinerario inicial lo tuvo abocado al frente militar. Viajó al norte para informarse directamente sobre la situación fronteriza y las necesidades para la defensa, tras lo cual se entrevistó en Córdoba con el general José de San Martín, a cargo de tropas en Mendoza. Oyó los planes respecto a la recuperación de Chile, para lo cual comprometió su apoyo. San Martín, a su turno, instó al flamante mandatario a declarar la independencia y trasladar la sede de gobierno a Buenos Aires, por entonces atravesada por una precipitada descomposición política.
La declaración tuvo entonces más un carácter anímico que fáctico, algo clave a la hora de pensar en las prontas expediciones a Chile, encabezadas por San Martín.
Quien allí gobernaba, Balcarce, se negaba a cumplir con lo pautado en la convención de Santa Fe, bajo la excusa de que en esa materia debía ahora definir el nombrado Director. La sospecha (casi certeza), es que el mandamás porteño estaba en contacto con Manuel J. García, enviado por Alvear a Río de Janeiro para negociar un protectorado británico (y que continuaría su misión diplomática con Pueyrredon). Éste había ganado a Balcarce para su causa de acabar con el caudillismo a través de un acuerdo con el Brasil, cuya corte estaba controlada por esos años por la masonería británica (la mayor parte de los mandos militares integrados a logias). Conocer estos datos hace que no sea descabellado sumar uno más uno y dar por hecho que existía comunicación entre dirigentes, aquí y allá, para fines comunes a ellos pero ajenos al resto. La opacidad de la historia en estos tramos, obliga a apelar a la imaginación para completar el relato, lo cual puede habilitar inexactitudes pero no tergiversaciones.
Así de intrincada era la situación del otrora virreinato del Río de la Plata, cuando se sumó la noticia de la invasión portuguesa en la Banda Oriental, ante la cual muchos vieron caer el velo que cubría el accionar de Balcarce: la traición al pacto con Artigas y la sintonía sutil con el Brasil. En esas condiciones, llegó a Buenos Aires la novedad: el congreso en Tucumán había declarado el 9 de julio la Independencia de las Provincias Unidas del Sud respecto a “la dominación de los reyes de España”.
A lo hecho, pecho
De este modo cobraba efecto legal algo que ya existía de hecho, en consonancia con un anhelo que era generalizado en los pueblos de Hispanoamérica y que evidenciaba un “cambio de espíritu” ante la restauración española. Ahora, el énfasis estaba puesto, a diferencia de 1810, en América y lo americano en oposición a lo europeo. Ya no es discordia civil sino continental americana contra la espada del Rey. Se abre así el crédito a la hispanofobia, cuyo cenit llegó con la llamada “generación romántica” (Echeverría, Alberdi, Sarmiento, entonces apenas aprendiendo a hablar). La declaración tuvo entonces más un carácter anímico que fáctico, algo clave a la hora de pensar en las prontas expediciones a Chile, encabezadas por San Martín. La invasión portuguesa, tras la cual asomaba el interés siempre británico, motivó que el 19 de julio se modificara el acta, con el aditado “y de toda otra dominación extranjera”. Seis días después, finalmente se adoptaría como insignia patria la bandera creada por Manuel Belgrano.
Es seguro que en esas acciones no se consiguió ninguno de los “eternos laureles”, pero en poco tiempo una gesta sinigual reivindicaría a los hombres de la tierra austral.
Respecto al “gobierno central” establecido, en el tema de fondo, el interés divisor de los ingleses, en consonancia con la élite porteña a la cual le convenía y pregonaba, como se ha visto, una “patria chica”, hasta donde de su cadena de distribución, no cambió mucho con Pueyrredon. Artigas y lugartenientes defienden su frente ante fuerzas superiores, las cuales terminan por derrotarlos. Mientras envía emisarios al campamento invasor, el Directorio abandona a los patriotas a su suerte. Obtiene a cambio la promesa de no avanzar más allá del río Uruguay y un eventual (“quizás”) reconocimiento a la declaración de Independencia.
Es seguro que en esas acciones no se consiguió ninguno de los “eternos laureles”, pero en poco tiempo una gesta sinigual reivindicaría a los hombres de la tierra austral, o al menos restituiría parte del honor patriótico. El general San Martín, sin descanso, ultimaba detalles junto a su ejército cuyano con el fin de avanzar en la reconquista de Chile, para lo cual debía primero consumarse la hazaña de cruzar la cordillera de Los Andes. Luego volvería a asomar su desobediencia y el intento, trunco aún, de consolidar una gran nación que uniera, al menos, Lima con Buenos Aires.
Pero todavía falta para agosto, cuando será momento de repasar algo de esa historia. Por ahora, punto y aparte.