MIéRCOLES, 20 DE NOV

¿Cuándo es la celebración de Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo?

La Iglesia Católica celebra la Solemnidad del Cristo Rey el último domingo de noviembre que este año será el 26. Esta festividad la instituyó el Papa Pío XI en 1925 con su encíclica Quas primas (“En primer lugar”) para responder al creciente secularismo y hostilidad contra la Iglesia.

 

El último domingo de noviembre (este año será el 26), la Iglesia celebra la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo o Cristo Rey. En 1925, Pío XI proclamó que el mejor modo de que la sociedad civil obtenga “justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia” es que los hombres reconozcan, pública y privadamente, la realeza de Cristo. Como el año litúrgico representa el camino de nuestra vida, esta experiencia nos recuerda -es más, nos enseña- que nos dirigimos hacia el encuentro con Jesús, el Esposo, que vendrá como Rey y Señor de la vida y de la historia. Estamos hablando de su segunda venida. En la primera, vino en la humildad de un Niño acostado en un pesebre (Lc 2,7); en la segunda, regresará en la gloria, al final de la historia. Esta es la venida que hoy celebramos litúrgicamente.

Pero hay también una venida intermedia, la que vivimos hoy, en la que Jesús se nos presenta en la Gracia de sus Sacramentos y en el rostro de cada «pequeño» del Evangelio. Es el tiempo en el que se nos invita a reconocer a Jesús en el rostro de nuestros hermanos, el tiempo en que se nos invita a utilizar los talentos que hemos recibido, a asumir nuestras responsabilidades cada día. Y a lo largo de este camino, la liturgia se nos ofrece como escuela de vida para educarnos a reconocer al Señor presente en nuestra vida cotidiana y para prepararnos a su venida final.

En el año 325, se celebró el primer concilio ecuménico en la ciudad de Nicea, en Asia Menor. En esta ocasión, se definió la divinidad de Cristo contra las herejías de Arrio: «Cristo es Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero». 1600 años después, en 1925, Pío XI proclamó que el mejor modo de que la sociedad civil obtenga “justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia” es que los hombres reconozcan, pública y privadamente, la realeza de Cristo.

«Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y Él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras, y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: «Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; fui forastero y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver».

Los justos le responderán: «Señor, ¿Cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te alojamos; desnudo, ¿y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?».

Y el Rey les responderá: «Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo».

Luego dirá a los de su izquierda: «Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; era forastero, y no me acogieron; desnudo, y no me vistieron; enfermo y preso, y no me visitaron».

Estos, a su vez, le preguntarán: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?». Y Él les responderá: «Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo».

Estos irán al castigo eterno, y los justos a la Vida eterna» (Mt 25,31-46).

En este último domingo del año litúrgico, celebramos la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. Como el año litúrgico representa el camino de nuestra vida, esta experiencia nos recuerda -es más, nos enseña- que nos dirigimos hacia el encuentro con Jesús, el Esposo, que vendrá como Rey y Señor de la vida y de la historia. Estamos hablando de su segunda venida. En la primera, vino en la humildad de un Niño acostado en un pesebre (Lc 2,7); en la segunda, regresará en la gloria, al final de la historia. Esta es la venida que hoy celebramos litúrgicamente.

Pero hay también una venida intermedia, la que vivimos hoy, en la que Jesús se nos presenta en la Gracia de sus Sacramentos y en el rostro de cada «pequeño» del Evangelio. Es el tiempo en el que se nos invita a reconocer a Jesús en el rostro de nuestros hermanos, el tiempo en que se nos invita a utilizar los talentos que hemos recibido, a asumir nuestras responsabilidades cada día. Y a lo largo de este camino, la liturgia se nos ofrece como escuela de vida para educarnos a reconocer al Señor presente en nuestra vida cotidiana y para prepararnos a su venida final.

Coordenadas de la vida

«Vengan, benditos de mi Padre… Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles». La bendición y la maldición no son decisiones, un «ajuste de cuentas» por parte del Rey, que solamente revela lo que cada uno ha sido y ha hecho, cuánto se ha ocupado del hermano (cf. Gn 4; Lc 16,19.31)

Al principio del Evangelio, en el cap. 1,23, el evangelista Mateo escribe: «La Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán el nombre de Emanuel», que traducido significa: «Dios con nosotros»»; y al final del Evangelio: «Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). En este marco, por tanto, debe leerse y entenderse el juicio universal que la liturgia nos hace contemplar hoy. Jesús, el Emmanuel, el Dios con nosotros, está realmente «con nosotros» hasta el fin del mundo. Él está.

¿dónde está? ¿Cómo podemos reconocerlo presente y activo en nuestras vidas?

Para encontrarlo es necesario seguir las huellas de Jesús, cultivar sus sentimientos, que a menudo no son los nuestros. Cómo no recordar cuando Jesús confió a sus discípulos que le esperaba la muerte en la cruz, y Pedro le reprendió; entonces Jesús le apartó diciendo: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mt 16,22; cfr. Is 55,8). Debemos recordar siempre que estamos en el mundo, pero no somos del mundo (cfr. Jn 17,14). Y precisamente porque es tan fácil dejarse desviar del buen camino (cfr. Gál 5,7: «Corríais tan bien, ¿quién os ha cortado el paso?»), es importante mantener la mirada fija en Jesús para no perder el rumbo (cfr. Hb 12,2). Él está presente. Por tanto, nuestra vida no está dirigida por el caos, sino por una Presencia que es Vida y que nos ha mostrado el Camino.

Una fiesta que revela el camino

El año litúrgico es el símbolo del camino de nuestra vida: tiene su principio y tiene su final en el encuentro con Jesús, Rey y Señor, en el Reino de los Cielos, cuando entraremos en él por la puerta estrecha de la «hermana muerte» (San Francisco). Pues bien, al comienzo del año litúrgico, el primer domingo de Adviento, se nos mostró de antemano la meta hacia la que dirigimos nuestros pasos.  Es como si, de cara a un examen, nos hubieran dado, un año antes, las respuestas a las preguntas; esto habría sido un examen amañado. En la liturgia, en cambio, es un don de Jesús, el Maestro, porque nos permite saber qué camino tomar (Jesús, Camino), qué pensamiento seguir (Jesús, Verdad), qué esperanza dejar que nos anime (Jesús, Vida, cfr. Jn 14,6).

Todo se juega en el amor

Lo que nos llama la atención hoy de los textos que hemos escuchado es que el examen último se refiere al amor, a lo concreto de la vida, empezando por los gestos más sencillos, más ordinarios: tuve hambre, tuve sed… No se trata de gestos heroicos, ni de gestos ajenos a la vida cotidiana o de gestos llamativos. Lo hermoso que se desprende del Evangelio es que Jesús no sólo es el Dios con nosotros hasta el fin del mundo, sino que viene a ser el Dios en nosotros, empezando por los más pequeños: llega a identificarse con los necesitados, con cada pequeño del Evangelio, con cada perseguido (cfr. Hch 9,4: «Saulo, ¿por qué me persigues?»). Cada gesto de amor, por tanto, es un gesto hecho «con Jesús», porque ha sido hecho en su compañía; «como Jesús», porque se ha aprendido en el Evangelio; pero también «a Jesús», porque cada vez que se ha hecho un gesto de amor, se le ha hecho «a Él».

El amor en la vida cotidiana

Una cosa sorprende: en los seis gestos recordados por Jesús, no hay ningún gesto religioso o sagrado tal como lo entendemos nosotros. Todos parecen ser gestos «laicos», hechos en la calle, en la casa, donde sea, donde haya necesidad. En realidad, «no hay nada pro-fanum, que esté delante o fuera del templo, porque toda la realidad es el gran templo de Dios: nada es profano y todo es ‘sagrado’, porque todo está en función de Jesús» (L. Giussani). Este es el culto hermoso que se rinde a Dios, como se capta también en otro pasaje del Evangelio de Mateo: «Si, pues, presentas tu ofrenda en el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda y ve primero a reconciliarte con tu hermano y vuelve luego a ofrecer tu ofrenda» (cfr. Mt 5,23-24; Miércoles de Ceniza: Is 58,9; Gal 2,12: “Este es el ayuno que quiero: liberar a los oprimidos..”). Al final, si el culto del altar no va precedido y acompañado del culto del amor al prójimo, vale muy poco.

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