Kultura desautorizada: el Galpón Okupa y las ocupaciones en Rosario
Con más fuerza en los 90' pero siempre vigentes, las ocupaciones que tienen su esencia en el aprovechamiento de espacios deshabitados para fines culturales significaron una parte importante en el ensamblado de una contracultura necesaria. Un vistazo al pasado, bajo un lugar emblemático.
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- Sep 9, 2017
Por Santiago Fraga
Con más fuerza en los 90′ pero siempre vigentes, las ocupaciones que tienen su esencia en el aprovechamiento de espacios deshabitados para fines culturales significan una parte importante en el ensamblado de una contracultura necesaria. Con influencias forjadas en Europa, el Galpón Okupa, donde hoy vive La Casa del Tango, fue en sus pocos años la cara más visible de estos movimientos en la ciudad, hasta que “los celos de la Municipalidad”, como quienes pisaron esos suelos aseguran, le pusieron fin. Hoy, según los mismos protagonistas de ambas historias, desde hace varios años esos celos se expresan en un terreno más legal, con las sistemáticas clausuras a los bares que hacen la competencia con una oferta cultural más atractiva para un target de gente a la cual lo oficial no siempre les llega, aunque el panorama luzca cada vez más amplio. La incansable búsqueda de algunos por una cultura gestada desde las raíces y que integre a todos.
‘Squatters’ u ‘Okupas’; un movimiento incubado en Europa, nacido desde el barro
Para entender un poco de qué va todo esto, los ‘okupas’, o ‘squatters’ en su denominación original al inglés, están caracterizados con el término que surgió en Europa entre fines de la década del 70′ y principios de los 80′. Si bien a lo largo de la historia las ocupaciones existieron siempre, fue en los momentos de crisis habitacional y asfixia cultural donde más fuerza cobraron estos movimientos, erigidos en un principio por los jóvenes de la clase obrera inglesa de los 60′ (en un momento en donde también retomaba fuerzas el anarquismo) que buscaban en estas medidas algo más que el simple techo, sino también una forma de denunciar a un sistema que estaba mal con una fuerte voz de protesta.
En la Argentina, si bien las ocupaciones también ya existían (por ejemplo, alrededor de la década del 30′, en el marco de una crisis económica mundial y con una alta necesidad de vivienda), en su sentido cultural tardó muchos años más en desarrollarse. Otro problema en ese camino fue que en el país los movimientos anarquistas no tomaron esa posta como en el viejo continente, ya que sus ideas de construcción eran en un principio distintas y no tenían, a diferencia de sus pares europeos, la visión de que realizar una ocupación y formar un Centro Social en él era un método claro de protesta al Estado. Principalmente por eso es que con el regreso de la democracia en los años 80′ había muchos anarquistas, pero pocas ocupaciones.
En el auge de las políticas menemistas de los 90′ comenzaron a resurgir y potenciarse ambas cuestiones, que incluso llegaron a tomar repercusión nacional en 1998 con el suicidio de María Soledad Rosas, una ‘squatter’ argentina que llegó a ser el símbolo mitificado del movimiento en Italia.
Con su muerte, todos los grandes diarios argentinos comenzaron a hablar de “squatters”. Empezaron a descubrir que había gente que ocupaba casas abandonadas y les daba usos culturales; y allí, entre esos nombres, figuraba el Galpón Okupa de Rosario. Un galpón abandonado que originalmente pertenecía al Ente Nacional de Bienes Ferroviarios (Enabief) y que un grupo de personas a principios de década habían ocupado para vivir allí. En épocas de la reeleción de Carlos Saúl Menem como primer mandatario, una banda de jóvenes llegó a ese lugar ubicado a pasos del río en España y Weelwright. Esos jóvenes eran Los Buenos Modales, un grupo punk con inyecciones de ska y otros ritmos que habían realizado en 1995 una gira de dos meses a través del circuito de casas alternativas europeas y que, en su reencuentro en la ciudad en 1997, se encontraron con el galpón y comenzaron a intervenirlo.
Un galpón con buenos modales
Daniel, uno de los miembros de la banda e impulsor de lo que terminó siendo el Galpón tal y como se lo popularizó, contó que al comienzo fue difícil ya que los ocupantes originales, unas nueve o diez personas que estaban desde 1994, no les interesaba mucho el aspecto cultural y se centraban en su mera preocupación por vivir allí. A partir de eso, él hace una gran división entre lo que es “ocupar una casa para vivir, u ocuparla para hacer un centro cultural o movida artística”. En comparación, opinó que mientras el primero es “más íntimo” (y sobre el que cada uno tendrá su opinión moral), la idea de centro cultural en cambio “es algo para los vecinos, para todos”. Para él, el galpón, como muchos otros lugares ocupados, surgieron por “la necesidad de que exista un espacio”.
“Faltan espacios de expresión artística y van a faltar siempre. Es una problemática de toda la vida. Faltan porque hay un poder político y económico que te hace mierda siempre”, indicó. Así llegó junto con sus compañeros, con la idea de aprovechar ese lugar, usarlo para dar una oferta cultural y abrirlo al público en general. A su vez entre ellos, a los que autodenomina como ‘bricoleurs’ (gente que se da maña para realizar cualquier tipo de trabajos), gestaban lo que sería el escenario del regreso de Los Buenos Modales. “Hicimos la presentacion ahí, lo grabamos en vivo. Construimos un escenario gigante, de tres pisos, como si fuera un andamio, a doce o diez metros en total de altura, donde arriba en el medio estaba el cantante, los vientos al lado, y yo (guitarra eléctrica por momentos, viento por otros) a un costado”, contó, y tan delirante parecía aquel escenario que el sonidista, contratado, les decía que era una locura. “Le ofrecimos garantías de todo tipo porque no quería saber nada, pero al final se grabó, y hasta hay un cassette que se convirtió en CD sobre ese día”, dijo.
Esta locura que representaba el galpón, sumado al manejo comunitario que se hacía del dinero recaudado, se transformó en una ventana muy apetecible para las bandas underground y alternativas que encontraban en éste un espacio de confraternidad con el cual se podían identificar y, además, se podían dar a conocer. Por allí pasaron Fun People (luego Boom Boom Kid), Catupecu Machu, Carmina Burana, Superuva, y muchísimas bandas de la escena rock y punk rosarina como Contenido Neto o Muerto en Pogo, entre otras.
Acerca de este ambiente y de lo que significaba para los artistas un espacio de estas características, Edgardo Pérez Castillo, actual periodista y que supo oficiar como trompetista en varios grupos, contó su experiencia pero referida al otro Galpón Okupa, a ese que en esos difíciles primeros años del 2000 supo desarrollarse al costado de las vías de la Estación Rosario Norte. Con su banda de ska-punk, ‘Freaks’, se dieron el gusto de tocar dos veces allí.
“La valoración de la experiencia tiene que ver con el contexto: éramos una banda joven, nueva, sin mucho talento y conformada por amigos. El placer y el éxito estaban dados por el hecho de tocar, incluso sabiendo que las condiciones eran ínfimas, o hasta precarias: el escenario tambaleaba, casi no había luces, el sonido era apenas digno. Pero lo que importaba era otra cosa: estar ahí, en un galpón que parecía caerse a pedazos, tocando para unas 50, 100, 150 personas (como mucho), a las que poco le importaban las condiciones del lugar”, afirmó, rescatando la esencia de esos galpones; esa esencia en la que confraternaban público y artista por sobre cualquier dificultad.
«La conciencia del pueblo no cabe en la cabeza del Estado»; el rol de la Municipalidad y Control Urbano
Sin embargo, como es de esperarse, no todo el mundo se encontró contento con una movida de esta clase. Volviendo a centrar la historia en aquella de los galpones ferroviarios del Parque España, desde la Municipalidad pusieron firmemente la lupa sobre el Galpón, y los problemas no demoraron mucho más en llegar.
“Tuvimos problemas con la política y la policía. La policía siempre venía y siempre zafábamos. Si bien estuvimos detenidos un par de veces, siempre zafábamos porque les explicábamos que esta era una ocupación sana, con la idea de que era un lugar abierto a la gente, no uno cerrado en el que solamente podía venir el que tenia barba, sino que también había talleres, malabares, venía uno, venía otro, e incluso el día del desalojo había vecinos llorando al lado nuestro”, comenzó a relatar Daniel, que luego profundizó en detalle sobre los problemas que vivió en carne propia frente a los ejes municipales, y los aprietes principalmente de Control Urbano.
“Una vez con la bici me persiguieron un poco, me cerraron con la chata y me chocaron. Era una chata blanca que estoy seguro que era Control Urbano para querer asustarme. Después también tuve llamadas telefónicas intimidatorias un par de veces, para que dejáramos el lugar, cuando todavía estaba caliente la cosa”, relató.
A todos los conflictos que debieron pasar con respecto al Estado municipal, él los entiende desde el lado de que “la Municipalidad tenía varias caras dentro de sí misma”, y principalmente, porque una de esas caras del gobierno socialista era «celosa de ellos». “La Municipalidad, para mí, dentro de esa estructura gigante que tiene muchas secretarías y mucha gente laburando, se divide en dos. Toda la parte cultural digamos que es progresista, está en contra de los militares, está a favor de la movida cultural, está todo bien; y después está todo el otro lado, que es la mayoría, que en aquel momento era el Control Urbano y hoy puede ser la GUM, que son de derecha, netamente de derecha. Son violentos, son matones, por eso los aprietes”, fundamentó.
“La cuestión es que la parte cultural que uno piensa que está de acuerdo, yo fui con la idea de que nos permitan hacer, y la idea de ellos, que es más bien institucional, era: ‘No te permitimos, queremos hacerlo nosotros; lo vamos a hacer más o menos como ustedes quieren, pero le vamos a poner nosotros el sellito y lo vamos a manejar de tal manera que figure que lo copados somos nosotros, no ustedes’”, cerró a modo de denuncia, una sobre la cual se puede reflexionar e identificar con lo que sucede hoy en día, y la problemática de las distintas clausuras que sufren los espacios culturales desde hace varios años (El Olimpo, La Chamuyera, Stop In Brazil y Bievenida Cassandra son sólo algunos). Algo con lo que Daniel sigue, aunque ya no tan activo, peleando metido en la movida.
Por supuesto, la respuesta a eso fue un rotundo no por parte de los jóvenes, cuya idea era la de hacer “un lugar autogestivo y netamente independiente”, un lugar de contracultura en el cual la Municipalidad no pudiera imponer su privativa agenda. Para ellos tampoco era ir a pedir favores, ni “pedir el sonido”, ni nada de eso, sino simplemente que los “dejen estar”. Y así se sostuvo siempre a las presiones de la policía y la Municipalidad: “Peleamos el desalojo y lo ganamos, hasta que el último fue terrible”.
Todo tiene un final. El desalojo
Aquel fatídico 12 de agosto de 1998, a las 7.30, fue la fecha y el momento en el cual se produjo el desalojo que acabó con la máxima expresión cultural okupa en la ciudad. “Cuando nos desalojaron fue con orden judicial; vinieron con 50 gendarmes, vinieron las TOE”, recordó Daniel. Los vecinos lloraban junto a ellos, pero la lucha no se podía sostener más. Los terrenos ferroviarios, que habían sido quienes habían empezado con las denuncias, habían pasado a manos del Estado, donde la Municipalidad tenía intereses en ese espacio en el que ya se había proyectado crear la futura Casa del Tango. Después de siete intentos de desalojo, la octava fue la vencida.
“En su momento desde el socialismo decían ‘no podemos tolerar semejante anarquía en la ciudad’. Nosotros estábamos usando un lugar abandonado, al cual le dimos vida y apertura al público. Esa era la idea, por eso yo lo legitimo por ese lado. Distinto es si ocupás una casa y la usás para vos. Eso es algo más intimo, cada uno tendrá su opinión. Pero esto fue para un Centro Cultural para los vecinos, para todos. Por eso la sostengo y la sigo sosteniendo”, fundamentó.
El desalojo parece ser siempre la escena de la desolación. En estas ocasiones, se pinta como el instante del triunfo del “malo sobre el bueno”. Es el momento de la película en el cual el héroe que vino peleando la suya durante todo un trayecto se ve por fin herido, aunque no sea así en su orgullo. Pasó en el Galpón, pasó en cada ocupación. Sin irnos lejos en el tiempo de los años que estamos todavía pisando, en diciembre de 2012 volvió a vivirse esta situación de vecinos y jóvenes apoyando una ocupación en algo que ellos sentían que les pertenecía; ese sentido de pertenencia que genera a quienes participan o simplemente rodean estos lugares. La mención temporal corresponde concretamente a lo que fue el caso de la Kasa Pirata, ubicada en calle Ovidio Lagos, pero también fue el contexto que se vivió un año más tarde en la Kasa Tobogán de Presidente Roca, entre Cochabamba y Pasco, y el de cada uno de estos centros culturales independientes que surgieron en la ciudad.
Sentido de pertenencia
Ese sentido de pertenencia no es algo que se generó mediante propaganda ni venta de humo, no es descabellado hablar de que estos espacios por su sola esencia se inmiscuían dentro de cada uno de sus testigos. El principal motivo por el cual se produjo y se produce esa sensación es porque esos lugares son el centro de contención de una juventud que casi hasta hormonalmente necesita rebelarse ante lo impuesto, y con base a eso se termina gestando una fábrica de expresión artística inclusiva, donde lo más importante no es el dinero, no es la convocatoria, no es la recaudación; sino el arte, el congeniar, el encuentro y la unión.
Ésto también es posible, según como lo indica Daniel, gracias a que al manejarse “sin esa idea de presión capitalista” que involucra el hecho de tener que dar importancia al dinero “por el pago de un alquiler o de una habilitación municipal”, el grupo humano mismo se maneja de otra manera, y hace que la plata se tenga en un tercer plano de importancia y sea todo “más sano” dentro de lo que es el sistema establecido.
Por eso a su vez rescata la importancia de que se genere esa “microsociedad”, o lo que él considera que es “otra sociedad dentro su ámbito”, y que es algo que se puede conseguir.
«¿Ilegal? Cultural»
Dicho todo esto, ¿cuál piensan, entonces, que es la importancia de que existan estas ocupaciones?: “Se sostendrían primeramente como fin cultural. Es abrir un espacio para que sea realmente abierto a la gente, al cual le vamos a poner pilas, lo vamos a administrar, lo vamos a manejar de tal manera para que esté abierto al público en general; al vecino o al que quiera venir, de afuera o de adentro. Que se entienda que vos estás ocupando para organizar un lugar que va a ser compartido. Eso me parece fundamental”, comenzó Daniel dando sus argumentos.
“La casa okupada no era solamente ‘hacemos un recital y nada más’. No, incluso hay un montón de cuestiones filosóficas, ideológicas, que se discuten, se hablan, que se plantean. Un ejemplo por ahí un poco ingenuo fue el hecho de escribir el idioma español con ‘l@s’ en ves de ‘las’ o ‘los’; todo lo que fuera panfleto o publicidad del galpón salía con esa idea multigénero”, aseguró, estando todo esto siempre sostenido por “esa cuestión ideológica que todavía existe en cualquier pibe de 20 años de rebelarse del sistema impuesto”, y que a él le parece “genial” que exista.
¿Y para el artista?
Por el lado del artista que llega desde afuera del seno del lugar para expresar su arte, para Pérez Castillo “todo espacio que se abra a la cultura es positivo, incluso como equilibrio para lo que puede entenderse como cultura oficial”, y rescata la importancia de que “no es que exista como mero espacio, sino que funcione precisamente como contracultura”.
De eso se trataban los movimientos okupa, y toda la gente lo entendía así, por ello es que también se supieron ganar sus pesados detractores. “Generar propuestas culturales alternativas al mainstream, al sistema”, remató el oriundo de Ciudad Evita. Sin embargo, también sostiene que “la rebeldía no tiene que estar dada por habitar un lugar inhabitado y abrirlo a que se armen guitarreadas”. Desde su óptica, “un espacio okupado, si se pretende cultural, tiene que tener una mirada sobre la cultura, que no tiene que ser necesariamente una mirada intelectual; puede ser algo instintivo, visceral si se quiere, pero necesariamente debe haber una intención o idea respecto a lo que la cultura debe ser, a cómo construirla y debatirla”.
Desde este otro lado protagonista de la historia se desprenden dos focos de vista, uno que es al momento de actuar arriba del escenario, y el otro que es cuando se asiste como espectador. En su papel como receptor de las miradas supo desempeñarse, tanto con su banda ‘Freaks’ como las que le siguieron (‘The Broken Toys’ y ‘Water Soul’), tanto en lugares con esa esencia de juventud libre y rebelde como los galpones o el parque, como en lugares más asentados en el mapa comercial de la ciudad como pueden ser Willie Dixon, McNamara, El Sótano, García, o La Rockería, entre otros. Todo eso le permite poder marcar las diferencias entre lo que es tocar en un ambiente u otro: “Siempre se disfruta tocar en buenas condiciones, con camarines donde poder dejar los instrumentos, con una cierta organización y demás. Pero, para mí, el disfrute está dado por otras cuestiones: el lugar pone un contexto, la comodidad propicia una buena predisposición, un buen ánimo, pero el hecho de disfrutar o no de un show pasa más por lo que se genera arriba del escenario mientras estás tocando y sobre todo lo que pasa cuando terminás de tocar: ningún espacio por sí mismo te puede generar esa sensación que tenés cuando bajás del escenario y te sentís feliz por el simple hecho de haber tocado unos cuantos temas”.
Ahí, en esa felicidad, es cuando entra en juego el segundo foco de vista; el del que está bailando debajo y haciéndole el aguante a la banda. Sobre esto una frase a destacar de Edgardo es que “el éxito también es relativo”. Con lo cual para la banda el éxito no se medía por la cantidad de gente que asistía, ya que él considera que: “Uno siempre quiere que vaya mucha gente, pero a veces tocando para unos pocos amigos dimos nuestros mejores shows”.
En el rol que a él le tocó vivir como testigo de lo que sucede en el escenario, también puede realizar comparaciones entre lo que supo disfrutar en el momento de la existencia de los galpones, y sus diferencias con los otros lugares: “Como espectador fui cambiando con el correr del tiempo. Hoy siento una especie de nostalgia por lugares como el Galpón Okupa (sobre todo el primero, el de calle España y el bajo) o El Sótano. Pero tiene que ver con el recuerdo y la añoranza de un tiempo pasado, cuando era más chico, cuando no me importaba estar parado cinco horas viendo bandas que sonaban horribles en un lugar con los baños inundados. Con el tiempo uno pretende ciertas comodidades, un buen sonido, poder comprar una cerveza que esté fría, poder sentarse si da la gana, que se vea bien. Son condiciones que uno espera como espectador pero que tampoco son garantía de buen espectáculo: eso sólo lo puede generar el artista”.
El paso de los años demostró que equivocado resultó estar el título de uno de los diarios de la época que el 13 de agosto de 1998 aseguró: “Rosario ya no tiene okupas”. Se había perdido el lugar emblema, pero la gente ya había sido tocada. Ya no era posible no percibir esa ideología, no concebir su influencia. Ya había quedado temblando en cada uno que vivió esa experiencia el sentir verdadero, fehaciente, palpable, de que para ellos les es posible lograr una alternativa a los sistemas impuestos por el Estado, defendidos por la policía, y en ocasiones influenciados por los intereses de cajas fuertes más grandes.
Hoy hay mucha más legislación que hace que un lugar como el Galpón Okupa no pueda llegar a durar ni por casualidad lo que duró en su momento, pero para muchos todavía es deber de cada uno que lo sienta buscar la forma de apartarse de lo estipulado y generar esa propia voz a través de la lucha. Una lucha que no es con armas, que no es con violencia; sino más bien una lucha cultural, una forma de responder a la cultura con cultura, de que los partícipes en esa batalla sean todos aquellos que no se sienten identificados por la «cultura oficial» y que en cambio se ven incluidos allí. Una forma de encuentro alejada de los estereotipos que la oferta comercial impone hoy día, pero que sin importar el correr del tiempo seguirá siendo perseguida.
Y lo preocupante reside allí. No solamente lo clandestino termina siendo perseguido, sino los lugares que debidamente están en regla e igual sufren constantemente atropellos de parte de un sistema que no los contiene y les impone multas, cierres arbitrarios y demás palos en la rueda. Por eso también resulta necesario que, tal como muchas veces se prometió, se evalúe y entre en escena la figura de Club Social y Cultural dentro de la legislación para rubros y habilitaciones, para de esta forma poder, entre todos los actores, construir una cultura mucho más rica, inclusiva, y que no esté sujeta a la incertidumbre para poder enriquecer el arte de una ciudad con un potencial enorme, que aún hoy, por momentos, se ve asfixiada.
Foto de portada: Página/12 – 16 de julio de 1998